María, Virgen, Madre, Reina, Inmaculada, misericordia,
servicio
Me
gusta mirar a María y detenerme ante su imagen. Veo que ella, delante de mí,
antes que cualquier otra cosa, es Madre.
Quiero
que me guarde como la pupila de sus ojos, como lo más querido. Hago mías las
palabras de esa oración que rezaba el padre José Kentenich:
“Dios
te salve, María, por tu pureza, conserva puros mi cuerpo y mi alma. Ábreme
ampliamente tu corazón y el corazón de tu Hijo; dame almas, confíame a las
personas y todo lo demás tómalo para ti”.
María lo había rescatado de
su enfermedad, de su locura, de su abandono. Cuando no tenía nada más donde
sostener sus pasos. Cuando ya todo estaba perdido.
En ese momento de
desesperación apareció como Madre. Su madre salvando a su hijo. El rostro de
una madre es el primer rostro que él guardó en su corazón.
.
Su
Madre es hogar, casa, roca, lago, descanso, fuente. Y al mismo tiempo es Madre
que educa.
No sólo me acoge, logra que cambie, que mejore. Ella educa mi carácter. Cambia
mi alma.
Así lo hizo con el Padre
Kentenich, así lo hizo con los jóvenes que llegaron al Santuario de
Schoenstatt. Desde allí, desde su seno de Madre, educa los corazones de sus
hijos.
Para
poder educar es necesario acoger antes como madre. Surge la confianza y es
posible el cambio.
María confía en lo bueno que hay en
mí. Cree en mí. Ve la belleza que yo no veo y me eleva por encima de mis
límites infranqueables. Me hace soñar con las alturas. Me muestra ideales que
hacen arder mi alma.
María me educa en el amor.
Es quizás mi gran tarea. La labor de toda mi vida. Necesito aprender a amar. Me
dejo amar por Ella para aprender a amar a los que pone en mi camino.
Me educa en mi carácter para
que nunca me justifique a la hora de seguir luchando, creciendo. Me gusta
pensar que María ha visto ya en su corazón a aquel que puedo llegar a ser.
Miro a María y la veo como Reina. Porque Ella tiene poder y
yo no lo tengo. Ella gobierna mi vida y yo me siento tan débil… Si no fuera por
Ella estaría perdido.
Es
Reina porque yo soy débil, hijo torpe, pequeño y
desvalido. Por
eso es posible esta alianza desproporcionada. A Ella parece no
convenirle. Pero sí, porque me necesita. Ella tiene el poder y yo
soy su dócil instrumento. Eso me gusta.
En mi impotencia puede hacer
conmigo milagros. Ella, junto a su Hijo, porque es corredentora y logra lo imposible.
Ella permanece al pie de la
cruz. Así aparece en la cruz de la unidad. Está recogiendo la sangre de Jesús
en un cáliz. Está unida a Él para siempre.
María es misericordia. Salvó al Padre Kentenich en el momento en que
estaba más perdido. Experimentó el amor misericordioso de Dios en María.
En esa misericordia todo
tenía sentido. De esta forma era posible nadar en el mar de las misericordias
de Dios. Así lo hizo toda su vida. El
Padre Kentenich, para poder ver a Dios Padre misericordioso, tuvo que hacer su
camino en el corazón de María.
“En
los puntos en que recuerdo mis vivencias de padre o de hijo, debo decirme una y
otra vez: así no, el Padre del cielo no es así, es justamente lo contrario,
exactamente lo contrario. Recorro, pues, el camino inverso, parto de la idea
hacia la vida”.
No
tocó la misericordia en su padre humano. Pero sí la vivió en el corazón de
María.
Ella es el rostro de la misericordia de Dios en su vida. Eso lo salvó.
María es también niña. Eso me conmueve. Ella es
la pureza de Dios. Niña Inmaculada, llena de gracia. Ella es
atmósfera sagrada, huerto sellado, virginal integridad.
María
es el secreto de Dios mejor guardado y soñado. Es el misterio infinito que se hace
carne. Es la morada del altísimo. Es la cuna santa del niño Jesús.
María es servicio. Se pone
al servicio del amor. Sirve la vida ajena. Cuida
lo que ha sido consagrado en sus manos. No espera nada a cambio de lo que
entrega. Sabe renunciar por amor. Es el amor más asimétrico que se conoce. Nadie
me ha amado nunca como Ella me ha amado. Me abraza.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia