Quien
busca creer tiene que clavar su mirada en Jesús y aprender a descubrir en él al
Dios eterno
Es frecuente, en el
diálogo pastoral, que personas no creyentes manifiesten su deseo de creer y lo
expresen de diversas maneras: si yo tuviera la suerte de tener fe… si alguien
me mostrara el camino… La hija de Charles Chaplin, Geraldin, cuenta que su
padre era ateo, pero la envió a estudiar a colegios católicos.
En cierta ocasión,
fue invitado por el colegio de su hija y afirmó: «Querría tanto poder creer,
sería tan bello que alguien me convirtiese…».
La fe es un don de
Dios, ciertamente. Pero es también una búsqueda del hombre que, en ocasiones,
se hace tortuosa y difícil. Hay un camino, sin embargo, en esta búsqueda que
siempre da resultado. Consiste en mirar a Cristo, contemplar su persona,
observar sus obras.
Exactamente es lo
que dice él en el evangelio que se proclama en este domingo de Pascua. Cuando
Jesús anuncia a sus discípulos su partida, se entristecen. El Maestro los
consuela diciendo que va a prepararles una morada en la casa de su Padre y que
ya saben el camino. Tomás, el incrédulo, le replica: «Señor, no sabemos adónde
vas, ¿cómo podemos saber el camino?».
Era claro que no
habían comprendido las palabras de Jesús, quien se siente en la necesidad de
aclarárselas. Jesús desarrolla su discurso de despedida, que arranca con esta
solemne afirmación: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre
sino por mí».
Jesús es el Camino.
No dice que el camino sea su enseñanza, su doctrina, sus exhortaciones morales.
Él mismo es el camino. De ahí que sea preciso contemplarlo con atención, porque
él revela los secretos de Dios. Tampoco está explicación de Jesús parece
convencer a todos, porque Felipe, le dice: «Señor, muéstranos al Padre y nos
basta».
Felipe no se
contentaba con tener ante sus ojos el camino hacia Dios, quería ver a Dios
directamente. Y Jesús, le reprocha su petición con estas palabras: «¡Hace tanto
que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha
visto al Padre». En cierto sentido, en Jesús tenemos el camino y la meta,
porque, si viéndole a él, vemos al Padre, vemos la meta de nuestra
peregrinación.
Quien busca creer
tiene que clavar su mirada en Jesús y aprender a descubrir en él al Dios
eterno. Cuando Charles Chaplin leyó la Historia de Cristo de Papini, le dijo al
jefe de la productora que había comprado los derechos del libro: «El papel de
Jesús es para mí». Había quedado fascinado por la persona de Jesús. Algo
parecido le sucedió a Pasolini cuando leyó el evangelio según san Mateo que
llevó al cine con un guión muy pegado al texto evangélico. La persona de Jesús
atrae, despierta interés por el mundo que anuncia donde él mismo ocupa, junto
al Padre, el lugar preferente. Pero es preciso contemplarlo para llegar a la
fe.
También es preciso
contemplar sus obras que dan testimonio de él. «Creedme —dice Jesús— yo estoy
en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras». Las obras de Jesús son
obras del Padre en él. Sus gestos y actitudes, su trato con las personas, su
atención a pobres y enfermos, sus milagros (que Juan llama «signos»), su
actividad misionera es revelación de Dios. De ahí que hasta sus enemigos,
viendo sus obras, reconocían que Jesús gozaba de una autoridad única y
desvelaba como ningún maestro de su tiempo los misterios de la vida y de la
muerte, abriendo el horizonte de este mundo creado al increado de Dios.
Quien contemple de
verdad a Cristo llegará a la fe si su mirada es limpia. Así lo miró el buen
ladrón, crucificado a su lado, que obtuvo la promesa del paraíso. Y así lo
contempló también el centurión testigo de su muerte que hizo esta solemne
confesión de fe: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios».
+ César Franco
Obispo de Segovia.