Entrar
y salir por Cristo es una imagen entrañable de la libertad que el hombre ha
adquirido gracias a Cristo
El cuarto domingo de
Pascua se centra en el Buen Pastor. No puedo celebrar este domingo sin recordar
a quienes, en estos días de confinamiento, nos han abandonado. Pastores y
fieles. Todos hemos sufrido. Las familias sin poder acompañar a sus seres
queridos.
El presbiterio
diocesano que no ha podido celebrar unido la eucaristía por quienes han
pastoreado el pueblo de Dios en Segovia. Quiero recordar sus nombres: Isidoro
Mardomingo, Juan Bayona, Ángel García, Andrés Rodao. Todos ellos nos han
precedido en el ejercicio de un ministerio que nos supera, el de Cristo, Pastor
y Puerta de las ovejas.
Llama la atención
que Jesús utilice esta doble imagen, en apariencia contradictoria, para
definirse a sí mismo. Todos entendemos la imagen del pastor, que conoce y reúne
a sus ovejas, las llama por su nombre y conduce a verdes praderas. La imagen
del Buen Pastor está, sobre todo, asociada a su muerte. Porque Jesús ha
arriesgado su vida hasta darla totalmente por salvar a su rebaño. Cuando
perdemos la senda, no deja de buscarnos.
Y la imagen de
Cristo llevando sobre sus hombres la oveja perdida ha inmortalizado su título
de Buen Pastor. En esta búsqueda afanosa del hombre, Jesús ha pasado por la
cañada oscura de la muerte, precediéndonos, para que cuando tengamos que pasar
por ella, no nos encontremos solos. El cristiano nunca muere solo, ni siquiera
el que no ha podido aferrarse a la mano de un ser querido o sentir su presencia
junto al lecho. El cristiano muere acompañado de Cristo, que nos toma de la
mano para llevarnos al Padre.
Más compleja, aunque
no imposible de entender, es la imagen de la puerta. Jesús dice dos cosas: sólo
el que entra por la puerta del aprisco es el pastor. El bandido salta por otra
parte. Pero, al mismo tiempo, afirma que él mismo es la puerta y que, por medio
de él, «se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos». Son dos
imágenes complementarias que iluminan la misión de Cristo.
La primera subraya
la condición de dueño del rebaño, que entra por la puerta. La segunda hace
referencia a su condición de Redentor que ha dado su vida abundantemente para
que el hombre entre y salga por él para salvarse.
Entramos por Cristo,
ciertamente, cuando somos bautizados —es la entrada en su aprisco de vida
eterna— y recibimos los sacramentos, donde la vida brota a raudales. Y salimos
por Cristo —en el morir— para heredar el Reino de Dios. Cuando Jesús muere, su
costado queda abierto definitivamente para adentrarnos en las praderas
infinitas de Dios, donde no hay llanto, ni luto ni dolor —según el Apocalipsis—
porque la muerte ha sido vencida.
Entrar y salir por
Cristo es una imagen entrañable de la libertad que el hombre ha adquirido
gracias a Cristo. Sólo en la casa de uno se tiene la libertad de entrar y salir
con la certeza y confianza de hallarse en su propiedad. Cristo es nuestra
propiedad, nuestra casa y refugio. Nosotros le pertenecemos, y él nos
pertenece.
Es nuestro, nadie
nos lo puede arrebatar; y él jamás nos soltará de su mano. ¿Quién puede
apartarnos del amor de Cristo? se preguntaba san Pablo. Nada ni nadie. Por eso,
el dolor que deja la ausencia de quienes se han ido, aunque sea en esa
dramática soledad de familiares y amigos, no puede ensombrecer la certeza de
que Cristo los ha llevado sobre sus hombros, atravesando el oscuro túnel de la
muerte, y los ha introducido en las verdes praderas de su Reino.
Han entrado por la
puerta de su costado abierto y han visto la luz de la otra ladera, la luz
inmarcesible que no conoce ocaso. Demos gracias a Dios por nuestros sacerdotes
y fieles que nos han precedido en la fe y en la esperanza que alientan nuestro
camino.
+ César Franco
Obispo de Segovia.