Salió de Ghana con 13 años.
Cruzó andando el Sáhara, sobrevivió a dos viajes en patera... y, a los 17,
llegó a España sin saber ni una palabra de castellano. Ahora, Ousman Umar tiene
dos carreras, un máster, fotos con el Papa y una ONG premiada por la ONU
Ousman Umar,
retratado en Madrid.
FOTOGRAFÍA: SERGIO
GONZÁLEZ-VALERO
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Cuenta su epopeya en un
libro de memorias, 'Viaje al país de los blancos'
Ousman Umar no
sabe con seguridad en qué año nació. Ni en qué mes. Pero no tiene la más mínima
duda de que llegó al mundo un martes. En la tribu de Fiaso, en la zona central
de Ghana, donde fue alumbrado, no se da importancia al año o al mes en que se
nace, pero sí al día de la semana.
Lo que Ousman
también sabe muy bien es lo que le ha costado llegar a ser quien es, el enorme
sufrimiento por el que ha pasado hasta conseguir llegar a Europa y convertirse
en el hombre que es hoy.
Con 13
añitos cruzó el Sahara a pie y vio morir deshidratados a la inmensa
mayoría de sus compañeros de travesía.
Con 16, vio cómo se ahogaba su mejor amigo al hundirse la
patera con la que trataba de llegar a Europa.
Con 17 años
llegó a Barcelona sin conocer una palabra de castellano, sin saber ni leer ni
escribir. Sin dinero, sin amigos, sin nada.
Durmió durante
varios meses tirado en la calle. Hasta que una familia de Barcelona lo acogió.
Hoy Ousman tiene
una madre, un padre y tres hermanos adoptivos en Barcelona, dos carreras universitarias, un máster, una ONG, un premio de la
ONU, fotos con el Papa Francisco y un libro de 222 páginas
titulado Viaje al país de los blancos (Plaza y Janés) en el
que narra las desventuras por las que ha pasado a lo largo de su vida.
Pero que nadie
se deje llevar por los estereotipos y piense que tuvo una infancia desgraciada:
«Para nada. Tenía una vida sencilla pero feliz».
Caminaba siete
kilómetros cada día para ir a la escuela, pero eso no era un problema: «Todos
los niños lo hacíamos y nos lo pasábamos pipa. A la vuelta, si nos entraba
hambre, comíamos mangos o lo que encontrábamos. Tengo muy buenos recuerdos.
Además había que caminar para todo, no sólo para ir a la escuela: para ir a
trabajar al campo, para ir a por agua, para todo».
Un día
presenció algo increíble, algo que le marcó. «Vi volar un avión en el cielo. Me
contaron que dentro iban hombres blancos y empecé a preguntarme quién era
el hombre blanco y cómo conseguía hacer volar un avión. Yo hacía mis
propios juguetes y no podía entender por qué los aviones volaban y mis juguetes
no».
Fue esa
curiosidad la que, con nueve años, le llevó a trasladarse a Techiman, la ciudad
más cercana a su aldea, para aprender chapistería y soldadura. Y luego a Acra,
la capital de Ghana, donde vio la tele por primera vez. «Era un partido
de Champions en el que jugaba el Barcelona. Fue así
cómo me enteré de que existía un país llamado España y un equipo llamado
Barça».
En Acra
trabajaba en el puerto, soldando barcos y camiones, a cambio de un plato de
arroz y alguna propina. Alguien le dijo que debería irse a Libia, que allí
tendría un sueldo a final de mes y podría ahorrar para pagarse el viaje a
Europa con el que soñaba. Unos camioneros se ofrecieron a
llevarle hasta Níger, y allá que se fue. Tendría 12 o 13 años.
En Níger se
encontró con Musa, un amigo de Ghana. Y juntos se plantaron en Agadez, donde
comienza el desierto del Sahara, con el objetivo de cruzarlo y llegar a Libia.
«Allí nos unimos a otras 44 personas. Los traficantes nos dijeron que si
pagábamos más, nos llevarían en land rovers y
llegaríamos a Libia en tres días, en lugar de las dos semanas que se tardaba en
camión. Como éramos analfabetos, les creímos y les pagamos. Fue el infierno».
En cada jeep iban hacinadas 17 personas. Y después de tres días de viaje, los conductores dijeron que
tenían que ir a por gasolina. Les hicieron bajar de los vehículos en medio del
desierto y nunca más volvieron. «Estuvimos 24 horas esperándoles.
Entonces uno de los chicos del grupo dijo que él sabía el camino para llegar a
Libia, que el que quisiera le acompañara. Se levantó y empezó a caminar».
Musa, Ousman y
todos los demás se unieron a él: «Caminábamos de sol a sol, con temperaturas
por el día que superaban los 40 grados, por debajo de los 15 por la noche, con
muy poca comida, con sólo cinco litros de agua cada uno para una travesía que
duró 19 días... Conseguir mear para poder beberte tu propia orina ya era un
éxito. De los 46 que comenzamos ese viaje sólo llegamos vivos seis. Y eso, sin
contar la cantidad de cadáveres que encontramos por el camino. Yo no me explicó
cómo conseguí sobrevivir. Creo que mi salvación fue que
encontré una cantimplora con pis junto a un cadáver y me lo bebí».
Mi salvación fue que encontré una
cantimplora con pis junto a un cadáver en el Sahara y me lo bebí
Ousman estuvo
en total cuatro años en Libia, hasta que reunió los 1.800 euros que le pedían
para llevarle en patera a Europa. Y de nuevo volvió a ser víctima de las mafias
que trafican con personas. «Nos dijeron que tras una travesía por mar de 45
minutos estaríamos en el paraíso, en el país de los blancos, en Europa. Nos
llevaron a Mauritania. Allí, la mafia nos dio material para fabricar dos
pateras. Nos echamos al mar. En cada una iban unas 150 o 200 personas. La patera en la que iba mi amigo Musa se hundió. Ninguno llevaba
salvavidas, ninguno sobrevivió. Fue terrible ver a mis compañeros ahogándose y
no poder hacer nada. Nosotros, por suerte, pudimos regresar a la
costa. Estuvimos otro mes en Mauritania hasta que la mafia trajo más personas y
nos dio de nuevo material para construir otras dos pateras. Partimos y cuando
estábamos en medio del mar, otra vez se hundió una. La nuestra resistió».
Después de 48
horas de viaje, sin comer, haciéndose sus necesidades encima, sorteando unas
olas enormes y sin gasolina, en medio de la noche su patera llegó a
Fuerteventura. Allí Ousman fue interceptado por la Policía y enviado al Centro
de Internamiento de Extranjeros (CIE) de la isla. «Me tuvieron allí casi 40
días. Después de muchos interrogatorios y de hacerme pruebas óseas, me
dijeron que tenía derecho a residir en España porque era menor de edad. Tenía
17 años. Me llevaron esposado en avioneta a Málaga, y allí me metieron
en otro centro donde era más libre, podía entrar y salir. En Málaga me
preguntaron en qué lugar de España quería residir y yo dije que en Barça».
El 24 de
febrero de 2005 metieron a Ousman en un tren hacia Barcelona. No sabía español,
iba solo, no llevaba dinero, no conocía a nadie en Cataluña. Lo único que sabía
es que al llegar debía de buscar a la «Red Cross», a la
Cruz Roja. «Pero estaba súper feliz. Por primera vez en muchísimos
años era un hombre libre, no estaba en manos de policías ni de mafiosos. Iba
saludando a todo el mundo por la calle y, aunque nadie me respondía, yo estaba
muy contento. Hasta que se hizo de noche, empezó a hacer frío y tuve
que dormir en la calle».
Al día
siguiente, mientras estaba sentado en un banco en la Avenida Meridiana, cuenta
que recibió una señal, un impulso que le hizo levantarse y abordar a una señora
que había en mitad de toda aquella gente. «Me acerqué a ella y le dije en
inglés que quería ir a la Cruz Roja, que por favor me ayudara... No me entendió
nada porque no hablaba inglés. Pero me cogió de la mano, nos apartamos de la
multitud y llamó a su marido. Esa señora me invitó a
desayunar, me explicó cómo ir a la Cruz Roja y me dio su número. Fue mi
salvación. Después de un mes viviendo en la calle, me puse en contacto
con ella. Y ella y su marido me acogieron».
-¿Le llevaron a vivir a su casa?
-Sí. El primer
día, cuando me enseñaron mi habitación, yo no me lo podía creer: agua caliente,
comida caliente, amor... Mi madre, porque esa mujer hoy es mi madre, mi madre
adoptiva, me metió en la cama como si fuera un niño de 5
años y me dio un beso en la frente. Yo me eché a llorar en cuanto
salió, me pasé toda la noche llorando pensando por qué, por qué tenía que haber
sufrido tanto para llegar hasta allí. Hasta que me di cuenta de que la pregunta
que me tenía que hacer no era por qué sino para qué, para qué me había servido
toda esa experiencia.
La primera noche mi madre adoptiva
me metió en la cama, me dio un beso en la frente... me eché a llorar
Ousman se dijo
que todo lo que había pasado debía servir para evitar que otros pasaran por lo
mismo. «El blanco es ingeniero y hace aviones no por ser blanco, como yo
pensaba al principio, sino porque ha estudiado. Si alimentas la barriga,
sacias el hambre un único día. Si das educación, estás dando comida para
siempre. Esa es la solución. La inmigración se debe solucionar en el
país de origen, y se soluciona con educación».
Se puso a
estudiar castellano, catalán y matemáticas, aprendió a leer y a escribir. Se
sacó el graduado escolar, superó el bachillerato y empezó a estudiar Química en
la Universidad de Barcelona, pero lo dejó porque no podía compatibilizar la
carrera con su trabajo de 40 horas a la semana reparando bicicletas. Así que,
pagándoselo de su bolsillo, se fue a una universidad privada. Estudió Administración de Empresas y Relaciones Públicas y
Marketing, y culminó haciendo un máster en Cooperación
Internacional.
«También le
pagué la carrera a un hermano mío en Ghana que quería vender sus gallinas y
cabras para venir también a España», dice. «No fue fácil, pero le convencí de
que el paraíso auténtico estaba allí, en su casa, que lo que necesitaba era
estudiar en Ghana. Hizo Ciencias Políticas y acabó siendo el mejor de su
promoción. Yo me salvé, mi hermano se salvó, y mi deseo era salvar a otros
niños».
Con ese
objetivo Ousman creó la ONG Nasco Feeding Minds,
que se dedica a montar aulas informáticas en las escuelas de Ghana para que los
niños de ese país puedan estudiar allí. Como al principio no conseguía apoyos,
decidió lanzarse él solo a la piscina. Invirtió todos sus ahorros y el dinero
que consiguió de sus amigos en comprar 45 ordenadores y en contratar a dos
profesores.
El 12 de
septiembre de 2012 en la escuela de Ghana de San Augustine Junior High
School, con 850 alumnos, abrió las puertas la primera aula
informática. Actualmente ya suman ocho en 19 escuelas y más de 11.000 niños ya
han pasado por ellas. Y, sueña Ousman: «Espero que puedan ser muchas, muchas
más».
IRENE HDEZ.
VELASCO
Fuente: El Mundo