CALLAR PARA ESCUCHAR DE VERDAD

En el desierto de mi vida soy mirado por Dios tal como soy

¿Cómo es ese diálogo que yo intento con Jesús? ¿Cómo hablo? ¿Le hablo de mí, de lo que me pasa? Jesús escucha. Él también me habla. ¿Lo escucho? ¿Qué me dice? ¿Alguna vez he oído su voz en mi corazón, muy dentro, en lo más profundo de mi pozo? No siempre lo escucho, es verdad.

Una persona me decía: “Me gustaría apagar todas mis voces para estar a solas con Dios”. ¡Cuánto cuesta callar de verdad!

A veces en el desierto estoy lleno de ruidos. Intento callar y las voces siguen. No hay silencio. Y la sed es muy honda. Pero no llega el agua al fondo de mi alma. Callo, camino hasta el pozo y sigo con mi sed. Mi cubo sigue vacío. Quizás esta espera paciente acaba abriendo mi corazón.

Necesito ser paciente y saber esperar. Pero no sé hacerlo. Es el camino de la búsqueda. Necesito ir al pozo una y otra vez buscando a Jesús que puede saciar mi sed.

En el desierto Jesús se desvela en su verdad. Es misericordia. Es amor. Puede ser que vacío de ruidos y protección logro mostrarme como soy. Sin máscaras. Sin muros que me defiendan. Aparezco desnudo en mi verdad.

Pocas veces sucede. Ante pocas personas ocurre. En el desierto de mi vida soy mirado por Dios tal como soy. Cuando estoy más cansado por la vida. Más solo y más desprotegido. En esos momentos ya no me protejo, no me guardo. Y entonces toco ese amor incondicional de Dios.

¿Quién es Jesús para mí?

A veces pienso que Jesús sólo ama mi parte buena, mis méritos, mis logros y éxitos. Y detesta mis fracasos, mi lado oscuro, mi noche. Tal vez por eso me alejo de Dios cuando he caído. Porque mi vida no está toda en orden, no es perfecta, no es pura. Creo que tengo que ordenar primero mi vida para después acercarme a Él y dejarle mirar mi verdad.

Por eso veo la comunión en la eucaristía como un premio por mis obras, no como un remedio en la enfermedad. Sólo comulgo si estoy en estado absoluto de gracia. Si me he confesado hace muy poco y no he vuelto a pecar. Si me siento puro.

Sólo me creo digno de comulgar si no recuerdo grades errores en mi pasado. Y si no es así, me alejo compungido. No me creo con derecho a la comunión. Tal vez se me olvida que comulgar no es un derecho, sino una gracia. Que es un remedio para el pecador, una medicina para el enfermo.

El pecado me hace sentirme pequeño e indigno. Es la grieta por la que entra su Espíritu. La herida de mi alma. Porque es el amor recibido sin condiciones, el abrazo de Jesús cuando llega hasta a mí y me mira, lo que sana mi corazón y obra el milagro de la conversión.

Decía Jean Vanier: “Descubro que soy amado por Dios así como soy. Quisiera que cada uno lo pueda descubrir. Con sus propias discapacidades, dificultades de perdonar, todo lo que es de las tinieblas que está dentro de nosotros. Con todo lo que está herido en mí. Y todo lo que quiere es darnos el Espíritu que va a ayudarnos a crecer, a perdonar, a amar a los que parecen ser nuestros enemigos. Que va a cambiar nuestro corazón de piedra en corazón de carne”.

Necesito encontrarme con Jesús en el pobre, en el que no tiene, en ese Lázaro sentado pidiendo a la puerta de mi vida.

Comenta Jean Vanier: “Yo les invito a descubrir a Jesús cansado, pequeño, que dice que me necesita. Nos habla desde abajo. Es el misterio de ese Jesús que me dice que me necesita. Lo dice a nuestro corazón. Liberado de nuestros miedos y prejuicios. Para que podamos seguir a Jesús. ¿He podido descubrir a Dios oculto en los pobres, en la pobreza?”.

Quiero ver a ese pobre oculto en Jesús. A ese Jesús oculto en el pobre. Lo podré hacer cuando Jesús cambie mi corazón. Cuando me pida agua. Cuando me dé su agua. Entonces todo cambiará en mi mirada.

Los actos de misericordia, los gestos de amor, despiertan el respeto. Nadie puede decir nada ante aquel que se entrega al necesitado. Nadie juzga al que da su vida por el pobre. El amor incondicional despierta el respeto.

Ojalá mis actos despertaran el respeto y la necesidad de estar con Jesús en aquellos que me miran. No siempre sucede. Tal vez porque me pongo en el centro. O porque ese amor de Jesús en mí no brilla nítidamente. No le dejo brillar.

Todo comienza con un encuentro personal. Jesús camina hasta mí. Yo llego. Yo camino hasta Jesús. Él me espera. Comienzo a cambiar en ese silencio sagrado donde Dios me habla al corazón. Donde yo tengo sed y Él tiene agua para mí. Necesito buscar ese silencio. Quiero adorar en espíritu, en el alma y en verdad. Desde mi verdad.

Ahí sucede el encuentro que lo cambia todo. Cambia mi mirada y la mirada de los que me miran sorprendidos. Algo se transforma. Tengo que volver una y otra vez al pozo. Para encontrarme con Jesús y que se quede conmigo. Para que cambie mi mirada y mi entorno. Mis obras cambian la realidad. La mirada de los otros. Jesús sacia mi sed.

 Carlos Padilla Esteban


Fuente: Aleteia