En
la Iglesia caben todos. Desde sus inicios, la Iglesia ha contado con personas
de todas las clases sociales, que han puesto sus bienes —materiales,
intelectuales y espirituales— al servicio de Dios
Las bienaventuranzas de Jesús
son la ley que debe regir la Iglesia. No están formuladas como mandatos, al
estilo de la ley del Sinaí, sino que se presentan como una invitación a vivir
según el estilo de Jesús.
Al comenzar con la palabra
«bienaventurados», se afirma que son el camino para ser felices en esta vida y poseer
la eterna. La pobreza, la misericordia, la pureza de corazón no se imponen,
sino que se ofrecen a los discípulos de Cristo como actitudes que les capacitan
para formar parte de la Iglesia.
Cuando Jesús proclama las
bienaventuranzas está realizando la promesa del profeta Sofonías: «Dejaré en
medio de ti un resto, un pueblo humilde y pobre, que buscará refugio en el
nombre del Señor» (Sof 3,12). La palabra «resto», o la expresión «resto de
Israel», hace referencia a que el Señor se escogerá para sí una parte de Israel
para llevar adelante la constitución de ese pueblo pobre y humilde.
La razón de esta elección se
debe a que no todos los que formaban el pueblo de Israel entendían que la
pobreza y la humildad, el deseo de verdad y de justicia, podían traer la
salvación, y, en último término, la felicidad definitiva. Por eso, a renglón
seguido, el profeta exclama: «Alégrate, hija de Sión, grita de gozo Israel,
regocíjate y disfruta con todo tu ser, hija de Jerusalén». Esta exuberante
invitación a la alegría es el signo de que sólo quien entienda el camino
propuesto por el profeta hallará la bienaventuranza.
Jesús se sitúa en esta misma
óptica cuando proclama bienaventurados a los pobres, los mansos, los que sufren
y lloran, los que buscan la paz y trabajan por la justicia, los que son
perseguidos por su nombre. ¿Entendemos esto los cristianos? ¿Comprendemos que
sólo viviendo así formaremos el «resto» que Dios se reserva para sí mismo? En
la actualidad vemos que nuestras comunidades se reducen, que muchos abandonan
la fe, o la práctica religiosa.
A veces entendemos la vida de
la Iglesia en claves mundanas de poder, prestigio, influencia social, etc. Y
nos preocupa ser relevantes o no, en una sociedad materialista y carente de
valores evangélicos. ¿Nos hemos preguntado si el Señor nos purifica para
constituir la Iglesia pobre y humilde que desea? Porque sólo a partir de las
bienaventuranzas podemos aspirar a construir el pueblo santo de Dios.
Por eso, san Pablo, contemplando
a sus comunidades exclama con cierta ironía: «Fijaos en vuestra asamblea: no
hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos
aristócratas; sino que lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a
los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso.
Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no
cuenta, para anular a lo que cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en
presencia del Señor» (1 Cor 1, 26-29).
Nadie pensará que san Pablo
cerraba la puerta de la Iglesia a los ricos, aristócratas o a los sabios. En la
Iglesia caben todos. Desde sus inicios, la Iglesia ha contado con personas de
todas las clases sociales, que han puesto sus bienes —materiales, intelectuales
y espirituales— al servicio de Dios.
Lo que afirma el apóstol es
que Dios se ha servido de lo que, según el criterio del mundo, es necedad y
bajeza para humillar a lo que —siempre según el mundo— se estima como poder.
Cristo ha venido a poner en evidencia la mentalidad mundana, la que considera
que las bienaventuranzas son necedad y moral de esclavos. Ha venido a
establecer un poder nuevo, el del Espíritu de los hijos de Dios, que,
regenerados en el bautismo, se han revestido del propio Cristo y han
comprendido que, renunciando al poder de este mundo, se alcanza una libertad
extraordinaria, gracias a la cual pueden ser bienaventurados.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia