El ángel no sólo dice que el hijo de María es el «Enmanuel», sino que,
además, ordena a José que le imponga el nombre de Jesús, «porque él salvará a
su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21)
En la Biblia Dios recibe
muchos nombres y apelativos. Es el Creador, el Salvador y Redentor, el Rey y
Pastor de Israel. En razón de su misericordia, es «Dios de ternura y
compasión», que protege a huérfanos, viudas y emigrantes. Es Remunerador de
vivos y muertos, el Juez inapelable y Señor de todos los pueblos.
Por su acción en la historia
de Israel es el «Dios de nuestros padres», al que rinden culto todas las
generaciones. Y, por su capacidad de recrear el universo, es el Dios de la
vida, el que hace fecundos los senos estériles y resucita a los muertos.
Al revelarse a Moisés, Dios se
ha nombrado a sí mismo: «Soy el que soy», fórmula que sintetiza el nombre
propio de Dios: Yahveh. Dado que el nombre de Dios representa su naturaleza, el
pueblo judío evita pronunciar su nombre usando otros apelativos. Así
salvaguarda su trascendencia y santidad. En cierto sentido es el innombrable.
Además del sentido
trascendente del nombre de Dios, hay otro nombre que revela su participación en
la vida de los hombres. Aparece en la liturgia de este cuarto domingo de Adviento,
en la lectura de Isaías y en el pasaje del evangelio de Mateo que narra la
revelación a José de la identidad del hijo que María lleva en su seno. Es el
«Enmanuel», que significa «Dios con nosotros». El profeta Isaías anuncia al rey
Acaz que Dios le dará un signo de que Dios estará con él frente a sus enemigos:
«Mirad —dice el profeta— la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá
por nombra Enmanuel» (Is 7,14).
Estas son precisamente las
palabras que Mateo utiliza cuando José recibe en sueños el mandato divino de
recibir a María en su casa pues la criatura que vive en ella procede del
Espíritu Santo. Lo que acontece en María, la virgen de Isaías, es el
cumplimiento de la promesa hecha al rey Acaz: Dios se hace el Enmanuel, el Dios
con nosotros. Con este nombre, podemos decir que Dios deja de ser innombrable y
trueca su trascendencia en una cercanía palpable y visible entre los hombres.
Dios se hace nombrar con un nombre nuevo para decirle al hombre que no esta
solo.
Como dice el Papa Francisco,
en su carta sobre el significado y el valor del belén, «Dios no nos deja solos, sino que se hace presente para
responder a las preguntas decisivas sobre el sentido de nuestra existencia:
¿Quién soy yo? ¿De dónde vengo? ¿Por qué nací en este momento? ¿Por qué amo?
¿Por qué sufro? ¿Por qué moriré? Para responder a estas preguntas, Dios se hizo
hombre. Su cercanía trae luz donde hay oscuridad e ilumina a cuantos atraviesan
las tinieblas del sufrimiento (cf. Lc 1,79)».
El ángel, sin embargo, no sólo dice que el hijo de María
es el «Enmanuel», sino que, además, ordena a José que le imponga el nombre de
Jesús, «porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21).
El evangelista explicita el significado del nombre Jesús (que procede de la misma raíz hebrea que Yahveh), para que sus lectores comprendan que el hijo de María, la madre del Enmanuel, es el «Dios que salva», el Dios que inició su obra en la creación del mundo, el que intervino en la historia llamando a Abrahán, a los patriarcas y profetas, el que dirigió los destinos de Israel a través de jueces y reyes, el Dios de ternura y misericordia que, movido por la compasión hacia el sufrimiento de su pueblo, se reveló a Moisés como «el que soy» y que ahora, en la plenitud de los tiempos, se ha hecho hombre en el seno de una Virgen y se da a sí mismo —pues el ángel actúa en nombre de Dios— el nombre de Jesús.
Así llega a su plenitud la historia de la salvación, en este admirable signo que el profeta anunció al rey Acaz y que nosotros hemos tenido la dicha de conocer por revelación divina. Esto es Navidad.
El evangelista explicita el significado del nombre Jesús (que procede de la misma raíz hebrea que Yahveh), para que sus lectores comprendan que el hijo de María, la madre del Enmanuel, es el «Dios que salva», el Dios que inició su obra en la creación del mundo, el que intervino en la historia llamando a Abrahán, a los patriarcas y profetas, el que dirigió los destinos de Israel a través de jueces y reyes, el Dios de ternura y misericordia que, movido por la compasión hacia el sufrimiento de su pueblo, se reveló a Moisés como «el que soy» y que ahora, en la plenitud de los tiempos, se ha hecho hombre en el seno de una Virgen y se da a sí mismo —pues el ángel actúa en nombre de Dios— el nombre de Jesús.
Así llega a su plenitud la historia de la salvación, en este admirable signo que el profeta anunció al rey Acaz y que nosotros hemos tenido la dicha de conocer por revelación divina. Esto es Navidad.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia