MIRAR AL CIELO
II. Lo que nos impide mirar al Cielo.
III. Sólo en Dios
comprendemos la verdadera realidad de la propia vida y de todo lo creado.
“Un sábado, enseñaba
Jesús en una sinagoga. Habla una mujer que desde hacía dieciocho años estaba
enferma por causa de un espíritu, y andaba encorvada, sin poderse enderezar. Al
verla, Jesús la llamó y le dijo: -«Mujer, quedas libre de tu enfermedad.» Le impuso
las manos, y en seguida se puso derecha. Y glorificaba a Dios.
Pero el jefe de
la sinagoga, indignado porque Jesús habla curado en sábado, dijo a la gente:
-«Seis días tenéis para trabajar; venid esos días a que os curen, y no los
sábados.» Pero el Señor, dirigiéndose a él, dijo: -«Hipócritas: cualquiera de
vosotros, ¿no desata del pesebre al buey o al burro y lo lleva a abrevar,
aunque sea sábado? Y a ésta, que es hija de Abrahán, y que Satanás ha tenido
atada dieciocho años, ¿no habla que soltarla en sábado?» A estas palabras, sus
enemigos quedaron abochornados, y toda la gente se alegraba de los milagros que
hacía” (Lucas 13,10-17).
I. En el Evangelio de la
Misa, San Lucas (13, 10-17) nos relata cómo Jesús entró a enseñar un sábado en
la sinagoga, según era su costumbre, y curó a una mujer que había estado
encorvada por dieciocho años, sin poder enderezarse de ningún modo. El jefe de la
sinagoga se indignó porque Jesús curaba en sábado: no sabe ver la alegría de
Dios al contemplar a esta hija suya sana del alma y de cuerpo, y con su alma
pequeña no comprende la grandeza de la misericordia divina que libera a esta
mujer postrada por largo tiempo.
La
mujer quedó libre del mal espíritu que la tenía encadenada y de la enfermedad
del cuerpo. Ya podía mirar a Cristo, y al Cielo, y a las gentes, y al mundo.
Nosotros también estamos muy necesitados de la misericordia del Señor, y la
consideración de estas escenas del Evangelio nos llevará a confiar más en Él y
a imitarle en su misericordia en el trato con los que nos rodean y nunca
pasaremos indiferentes ante su dolor o su desgracia.
II. “Así encontró el Señor
a esta mujer que había estado encorvada durante dieciocho años: no se podía
erguir (Lucas 13, 11). Como ella –comenta San Agustín- son los que tienen su
corazón en la tierra” (Comentario al Salmo 37). Muchos pasan la vida entera
mirando a la tierra, atados por la concupiscencia de la carne, la
concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida (1 Juan 2, 16).
La
concupiscencia de la carne impide ver a Dios, pues sólo lo verán los limpios de
corazón (Mateo 5, 8). La concupiscencia de los ojos, una avaricia de fondo, nos
lleva a no valorar sino lo que se puede tocar: los ojos se quedan pegados a las
cosas terrenas, y por lo tanto, no pueden descubrir las realidades
sobrenaturales y llevan a juzgar todas las circunstancias sólo con visión
humana. Ninguno de estos enemigos podrá con nosotros si continuamente
suplicamos al Señor que siempre nos ayude a levantar nuestra mirada hacia Él.
III. Cuando, mediante la fe,
tenemos la capacidad de mirar a Dios, comprendemos la verdad de la existencia:
el sentido de los acontecimientos, la razón de la cruz, el valor sobrenatural
de nuestro trabajo, y cualquier circunstancia que, en Dios y por Dios, recibe
una eficacia sobrenatural.
El
cristiano adquiere una particular grandeza de alma cuando tiene el hábito de
referir a Dios las realidades humanas y los sucesos, grandes o pequeños, de su
vida corriente. Acudamos a la misericordia del Señor para que nos conceda ese
don vivir de fe, para andar por la tierra con los ojos puestos en el Cielo, en
Él, en Jesús.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org