¿MEJORAR EL MUNDO O SALVAR LAS ALMAS?

El centro del Evangelio: la salvación del alma

"He venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido"

En los últimos años, dentro y fuera de la Iglesia, se ha hablado con insistencia de cuestiones sociales: la pobreza, el cambio climático, la migración, la justicia global, la paz. Todo eso tiene su lugar. La Doctrina Social de la Iglesia nació precisamente para ofrecer una luz evangélica sobre los problemas humanos, proponiendo principios que ayuden a construir un mundo más justo y fraterno. Sin embargo, es necesario recordar que esta doctrina no es el centro del Evangelio, sino una consecuencia de él.

El Evangelio no se resume en una ética social, sino en un anuncio: Jesucristo ha muerto y ha resucitado para salvarnos. Esa es la Buena Noticia que la Iglesia está llamada a proclamar con urgencia. La misión esencial de la Iglesia no consiste en hacer del mundo un lugar más cómodo, sino en llevar a los hombres a la salvación eterna.

El centro del Evangelio: la salvación del alma

El corazón de la misión de la Iglesia es evangelizar, es decir, anunciar a Cristo para que todos los hombres “se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4). Esa es la meta suprema: la salvación de las almas. Nada hay más grande, más urgente, más decisivo.

Cuando se olvida este horizonte, todo se desordena. Se comienza a hablar más de estructuras, de sistemas, de programas sociales, de políticas, que de conversión, de gracia y de vida eterna. Pero el cristianismo no nació para ser una plataforma humanitaria. Nació del amor de Dios que quiere rescatar a cada alma del pecado y de la muerte.

El mundo actual se encuentra ante una crisis profunda: no solo ecológica o económica, sino espiritual y moral. Las mayores tragedias de nuestra época no son las catástrofes naturales, sino la pérdida del sentido de Dios, el desprecio por la vida humana, la banalización del mal. El aborto, la eutanasia, la disolución del matrimonio, la confusión sobre la identidad, la desesperanza de tantos jóvenes… todo eso son signos de un mundo que se aleja del Creador. El problema más grave no es el calentamiento del planeta, sino el enfriamiento del alma.

Lo que nos jugamos: la eternidad

Hay algo que muchas veces se olvida: cada persona está llamada a la vida eterna. Dios ha creado a cada ser humano por amor, para compartir con Él la felicidad sin fin del cielo. Pero esa meta no está garantizada; se alcanza libremente, mediante la fe y la conversión. Por eso, cuando la Iglesia anuncia el Evangelio, se juega la eternidad de las almas. No se trata solo de combatir la pobreza o la injusticia, sino de evitar la pérdida eterna de quienes se apartan de la verdad y del amor de Dios.

En el fondo, la gran urgencia misionera de la Iglesia es esta: luchar para que todos los hombres se salven. Cada alma que se pierde es un dolor inmenso, una tragedia infinita. Jesús mismo lloró sobre Jerusalén al ver que su pueblo no reconocía el tiempo de su salvación. Esa compasión de Cristo debe movernos también a nosotros: no podemos permanecer indiferentes ante un mundo que vive sin Dios, porque lo que está en juego no es solo el bienestar temporal, sino la felicidad eterna.

Una Iglesia que anuncie la verdad de Cristo

La Iglesia, sin renunciar a su Doctrina Social, no puede claudicar en su misión principal: anunciar a Cristo, enseñar la verdad y llamar a la conversión. Si solo habla de ecología o de economía, pero calla sobre el pecado y la gracia, sobre el cielo y el infierno, traiciona su razón de ser. Porque lo que transforma el mundo no son las campañas ni los discursos, sino los corazones convertidos.

El Evangelio cambia al hombre desde dentro. Y cuando el hombre cambia, también cambia la sociedad. Por eso, todo verdadero compromiso social debe nacer de una fe viva, de un encuentro con Cristo que libera, sana y salva. Si se apaga el fuego del Evangelio, la Doctrina Social de la Iglesia se convierte en un conjunto de buenas intenciones, pero sin fuerza sobrenatural.

Volver a lo esencial

Necesitamos recuperar el anuncio primigenio, el kerigma: Cristo ha muerto por ti, ha resucitado y quiere darte la vida eterna. Ese es el mensaje que puede salvar al mundo. Las reformas estructurales o las buenas políticas podrán aliviar sufrimientos, pero solo el amor de Dios en el corazón humano puede regenerar la historia.

Por eso, la Iglesia debe volver a poner en el centro la evangelización, el anuncio del perdón, la enseñanza de la verdad, la llamada a la santidad. Si lo hace, todo lo demás —la justicia, la paz, el cuidado de la creación— vendrá por añadidura. Pero si lo olvida, podrá ganar prestigio y simpatías, pero perderá las almas que debía salvar.

El Evangelio nos recuerda que “¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?” (Mt 16,26). Esa es la pregunta que la Iglesia debe hacerse hoy. Porque lo que nos jugamos no es un modelo social, sino el destino eterno de cada persona creada a imagen de Dios.

Evitar la pérdida de las almas, trabajar con urgencia por la salvación de todos, anunciar con amor y valentía la verdad de Cristo: esa es y será siempre la razón de ser de la Iglesia. Todo lo demás —incluso lo más noble—, solo cobra sentido cuando nace de ahí.

Jesús María Silva Castignani
Francisco Javier Bronchalo Serrano
Antonio María Doménech Guillén

Fuente: ReligiónenLibertad