En la oración, el hombre verdaderamente religioso se dirige a Dios, tres veces santo, lo adora y reconoce su pecado
La parábola del fariseo y del
publicano, que leemos en este domingo, es algo más que una simple
contraposición entre dos tipos de personajes que existían en tiempos de Jesús.
Los fariseos eran un grupo social bien definido, que se caracterizaba por el
estricto cumplimiento de las prescripciones de la ley.
Etimológicamente, la palabra
«fariseo» proviene de la raíz hebrea que significa «separado», porque dicho
grupo se caracterizaba por formar un especie de casta dentro del judaísmo, que,
en su afán por la ortodoxia, se convertían en censores del comportamiento moral
de los demás. Sabemos, por los evangelios, que espiaban a Jesús para ver si
cumplía la ley y si la enseñaba según sus propios cánones.
El evangelio de hoy retrata
muy bien a este tipo de personas cuando dice que Jesús dirige la parábola «a
algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y
despreciaban a los demás». En su oración, en efecto, el fariseo comienza dando
gracias a Dios por no ser como los demás —ladrones, injustos, adúlteros— y
alabándose a sí mismo por sus obras buenas.
Los publicanos eran
recaudadores de los impuestos que el imperio romano imponía a los habitantes de
Palestina. Tenían, en general, mala fama porque, abusando de su autoridad, extorsionaban
a la gente y exigían más de lo que se debía pagar. Llama la atención, sin
embargo, que Jesús presente la oración del publicano como modélica. Este,
dándose golpes de pecho, se contenta con decir, sin levantar siquiera los ojos
al cielo: «¡Oh, Dios, ten compasión de este pecador».
Es evidente que no todos los
fariseos y publicanos se ajustaban al retrato que Jesús hace de ellos. Había
fariseos verdaderamente justos y piadosos, y publicanos impíos. La intención de
Jesús es defender a aquellos publicanos que habían abandonado su mala vida y le
seguían, convirtiéndose por este hecho en el blanco de las críticas de aquellos
fariseos que buscaban la muerte de Jesús.
En realidad, Jesús, al
utilizar estos personajes, está diciendo dos cosas fundamentales. En primer
lugar, que, ante Dios, el hombre no puede presumir de justo pues todo hombre es
pecador. En segundo lugar, que el desprecio a los demás es detestable a los
ojos de Dios. Por eso, el fariseo volvió a su casa sin ser justificado,
mientras que el publicano, por haberse humillado ante Dios, mereció su perdón.
Dios ensalza a quien se humilla y humilla al que se enaltece.
Estas dos formas de situarse
ante Dios son universales. Por ello, aquí no tenemos un juicio sobre dos grupos
humanos del tiempo de Jesús, sino sobre dos actitudes del corazón humano. Hay
personas que se presentan ante Dios haciendo valer sus méritos, seguros de una
santidad que no tienen, o basados en un cumplimiento de la ley carente de
caridad. Son los que desprecian a quienes consideran peores que ellos. Caen en
el juicio inmisericorde de los demás y se atreven a condenarlos. En lugar de
reconocerse un pobre pecador, este tipo de hombre cree poder mantenerse en pie
ante Dios considerándose justo.
Pero el desprecio a los demás le delata. De ahí
que si queremos saber si nuestra oración es auténtica, debemos preguntarnos en
primer lugar, si nos comparamos con otros, si nos creemos mejores y si nos
atrevemos a juzgarlos. «No juzguéis y no seréis juzgados», dice Jesús.
En la oración, el hombre
verdaderamente religioso se dirige a Dios, tres veces santo, lo adora y
reconoce su pecado. Es un pobre que pone su confianza en el amor de Dios, no en
sus méritos ni en su supuesta santidad. No levanta sus ojos altaneros ante
Dios. Se humilla simplemente y, desde su pobreza, sólo pide la compasión del
Compasivo y Misericordioso. El hombre que reza así será justificado.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia