La Eucaristía es el Amor en acto
¿Puede abajarse Dios más de
lo que se ha humillado en un trozo de pan y un poco de vino? ¿Pude pensarse
mayor humildad que la de quedar al alcance de la mano como alimento de pobres y
sencillos?
La revelación cristiana
conoce muchos abajamientos de Dios. En el Edén, a la brisa de la tarde, Dios
bajaba a pasear con Adán y Eva. Se dejó acoger por Abrahán en su tienda del
desierto, bajo figura de tres caminantes. Luchó cuerpo a cuerpo con Jacob como
si fuera un semejante. Permitió que Moisés le viera la espalda —nunca el
rostro— y hablaba con él como con un amigo. En todo esto, Dios siempre protegió
su trascendencia. Pero anunció que sería pastor y cordero, gusano y cacharro
inútil, un maldito colgado del madero.
Al llegar la plenitud de los
tiempos —es decir, cuando el tiempo alcanzó su madurez— el Hijo de Dios tomó
nuestra carne, asumió nuestra vida y nuestra muerte. Nació y vivió pobre. Murió
desnudo y ultrajado. Sufrió el desprecio, la blasfemia, el rechazo y la
ignominia. Vendido y negado por dos de los suyos. Crucificado entre dos
malhechores. ¿Hay mayor abajamiento? Sí, lo hay.
Descendió al sepulcro en una
«noche» terrible que ha permitido decir: «Dios ha muerto». ¿Quién creerá
nuestro anuncio?, se preguntaba el profeta, previendo cuánto costaría aceptar
que Dios se abajaba hasta tal punto. Es como si Dios quisiera enseñar que se
negaba a sí mismo para que entendiéramos que en él la fuerza de la gravedad es
el amor, por el que desciende y se anonada hasta el sacrificio de sí mismo «por
vosotros y por muchos».
¿Puede abajarse aún más? Sí,
repartiéndose como el pan que multiplica sus manos en el evangelio de hoy,
solemnidad del Corpus Christi. Jesús levanta los ojos al cielo, suplica y da
gracias al Padre, y los cincos panes se multiplican como profecía de lo que
hará con su cuerpo partido en la cruz en ofrenda al mundo. Como la sangre
derramada para el perdón de los pecados. Jesús se autoprodiga en una donación
de sí mismo que alcanza al último rincón del mundo, donde un sagrario conserva
al mismo Dios escondido y humillado en un trozo de pan.
Cuando Jesús reparte su
cuerpo y sangre en la última cena no hace magia. Anuncia su donación en la
cruz: y este gesto quedará para siempre en la memoria de la Iglesia, de modo
que, al repetirse, todos sabemos que es Cristo vivo dándose en su existencia
encarnada y gloriosa. Siempre será reconocido en la fracción del pan, por la
sencilla razón de que tal abajamiento, humildad y entrega sólo es posible en
Dios. Por eso, la Eucaristía resume y concentra todos los dogmas de la Iglesia
y revela como ningún otro misterio la trascendencia de Dios en su inconcebible
e inefable inmanencia.
En la Eucaristía se juntan
cielo y tierra, autoridad y servicio, divinidad y humanidad, gloria y pobreza, tiempo
y eternidad. La Eucaristía es el Amor en acto. Por eso, dice Pablo que cada vez
que comemos este pan y bebemos este cáliz, anunciamos la muerte del Señor hasta
que venga. Anunciar la muerte del Señor es lo mismo que actualizar su memoria:
la memoria de lo que él hizo, hace y hará por nosotros: amar hasta dar la vida.
Sólo en este contexto de hacer lo que él hizo podemos celebrar y vivir la
Eucaristía.
Sólo así entendemos la
humildad de Dios, que nos invita a entregar la vida como él y a abajarnos
—nosotros que somos puro barro— cada vez que tengamos la tentación del orgullo,
que es autoidolatría. Pasó entonces y sigue pasando ahora en la Iglesia: que
mientras Jesús se disponía al máximo abajamiento en la entrega de su cuerpo y
de su sangre, los discípulos discutían entre sí quién era
el mayor entre ellos. ¿Cuándo nos enteraremos de una vez que Dios se ha hecho
pan al alcance de la mano?
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia