El primado del amor no es el vano orgullo de quien se cree mejor que los demás —cosa contraria al amor— sino la humilde confesión de quien sabe que en la llamada de Cristo va implícita la configuración con él hasta su muerte
El evangelio de Juan termina
con el milagro de la pesca milagrosa en el lago de Tiberíades y el examen sobre
el amor que Jesús hace a Pedro. Por tres veces le pregunta si le ama, evocando
así su triple negación. Pedro, entristecido por la insistencia de Jesús sobre
si le ama más que los demás discípulos, termina diciendo: «Señor, tú lo sabes
todo, tú sabes que te quiero».
Al escuchar esta confesión,
Jesús le anuncia su muerte: «Cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas
adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y
te llevará adonde no quieras» (Jn 21,18).
El destino de Pedro está
unido al de Jesús. Pasa por ir adonde no quiere, es decir, a la muerte. La
misión que Cristo confía a Pedro —pastorear su iglesia— es la misma de Cristo.
Su destino, por tanto, no puede ser diferente, porque no es el discípulo mayor
que su maestro. Es imposible apacentar la Iglesia sin el testimonio de la cruz.
Pedro fue ceñido por sus verdugos y crucificado en la colina vaticana, dando
así supremo testimonio de amor.
Jesús examina de amor a
Pedro para hacerle consciente de que el encargo que recibe no es el de la
gloria humana (aunque algunos papas la hayan buscado), sino el de la entrega
hasta la muerte, como hizo Jesús. Ser pastor universal de la Iglesia supone
unirse a Cristo de tal manera que el llamado a tal ministerio debe saber que el
día de su elección significa ir adonde no quiere. Su vida ha quedado para
siempre en manos de Cristo que le ceñirá consigo mismo.
Quienes hemos visto pasar a
varios papas (yo he conocido ya a siete), sabemos que esta profecía de Cristo
—otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras— se cumple inexorablemente.
También felizmente, si entendemos por felicidad, la santidad. De los que yo he
conocido, tres son ya santos: Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II. Dos están
en camino de beatificación: Pío XII, Juan Pablo I. Y otros dos están vivos
sirviendo a la Iglesia de modo edificante. A los Papas se les recibe,
normalmente, con mucha alegría y expectación.
Pero, como ocurrió con Jesús,
llega un momento en que los elogios y alabanzas se transforman en críticas y
rechazos. ¿Quién no recuerda el sufrimiento de Pablo VI por sus decisiones
magisteriales? ¿O el vía crucis físico y moral de Juan Pablo II? Quien lea el
diario de Juan XXIII se dará cuenta de que el «papa bueno» tuvo que pasar por
momentos de cruz al arriesgarse a convocar un concilio. Y los treinta y tres
días que duró el papado de Juan Pablo I parecen sugerir que el Señor le
identificó en breve tiempo con su destino en la tierra.
Mientras Benedicto XVI
consume sus días en oración, silencio y entrega a la Iglesia y Francisco aparece
como la piedra firme contra la que se estrella el oleaje que amenaza siempre a
la barca de Pedro, Jesús sigue preguntando a Pedro si le ama más que los demás
discípulos. El primado del amor no es el vano orgullo de quien se cree mejor
que los demás —cosa contraria al amor— sino la humilde confesión de quien sabe
que en la llamada de Cristo va implícita la configuración con él hasta su
muerte.
Sólo esto le capacita para
poder servir a la Iglesia con la entrega de Cristo, que se dejó ceñir por sus
enemigos e ir adonde no quería. Porque no lo olvidemos: también Cristo pidió al
Padre no ir a la muerte, aunque aceptó beber el cáliz de la pasión si era voluntad
divina. El examen del amor, requisito para apacentar la Iglesia, es en realidad
la garantía de que quien es llamado está dispuesto a seguir las huellas de
Cristo hasta consumar en sí mismo su propio destino. Por eso Jesús —después de
anunciarle la muerte— pronuncia la palabra clave de todo discipulado: «¡Sígueme!».
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia