Si, como dice san Pablo, Dios nos encerró a todos en el pecado para ofrecernos misericordia, ¿quién puede tenerse por justo juez de los demás?
En la carta a los Romanos,
san Pablo hace una afirmación que ha dado mucho trabajo a los intérpretes. Dice
que «Dios nos encerró a todos en la desobediencia para tener misericordia de
todos».
Según el apóstol, tanto los
judíos como los gentiles son pecadores en razón del pecado original y nadie
puede presumir de justo. Lo más sorprendente de la afirmación es que parece
afirmar que Dios nos ha hecho pecadores para tener después misericordia de
todos. Es obvio que Dios no nos ha creado en pecado, sino en gracia, de manera
que Dios no es el autor del pecado del hombre.
Pero en su providencia, el
pecado que engloba a toda la humanidad ha sido la ocasión para que Dios
mostrara su misericordia. Esto explica que nadie sea justo por sí mismo ni
pueda por tanto juzgar y condenar a su hermano como si él fuera santo. El
juicio sólo corresponde a Dios.
Dicho esto, entendemos la
reacción de Jesús cuando, según leemos en el evangelio de hoy, le llevan a una
mujer sorprendida en flagrante adulterio para preguntarle si, conforme a la ley
de Moisés, debe ser lapidada. Jesús calla, escribe algo en la arena del suelo,
y, al ser interpelado de nuevo, se pone en pie y lanza su sentencia: «El que
esté sin pecado, que le tire la primera piedra» (Jn 8,7). Al oír esto, dice el
evangelio que «se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos».
La sentencia de Jesús había
situado a los acusadores ante el juicio de Dios, y ante la verdad incontestable
de que todos estamos envueltos en pecado. No falta ironía además al indicar que
los más viejos empiezan a abandonar la escena, pues, a más años, más tiempo de
haber pecado.
El adulterio en Israel se
había convertido en un pecado que entrañaba un simbolismo religioso
interesante. La idolatría, en la que muchas veces incurrió Israel, se
consideraba un «adulterio espiritual», porque significaba el abandono de Dios,
esposo fiel y celoso de Israel, para correr detrás de otros dioses paganos.
Los textos proféticos en los
que se compara el comportamiento de Israel con una mujer adúltera que se
prostituye con amantes extranjeros son muy expresivos. Basta leer la historia
de la idolatría de Israel, descrita bajo esta imagen del adulterio en el
capítulo 16 del profeta Ezequiel, que constituye una de las cumbres literarias
de la Biblia. Ante este pecado del pueblo elegido, Dios se muestra celoso,
castiga a su pueblo con invasiones de pueblos enemigos, aunque al final siempre
llega el perdón: Dios permanece como esposo fiel de su
pueblo.
Es muy posible que esta simbología
estuviera presente en la mente de Cristo al contemplar a la adúltera tendida en
el suelo bajo la mirada condenatoria de los que, como ella, eran pecadores y
—en el sentido descrito en la Escritura— adúlteros. No sabemos lo que Jesús
escribió en el suelo, pero seguramente tenía que ver con palabras proféticas
que iluminaban el drama que tenía ante sus ojos. Jesús no veía hombres justos
celosos por la santidad de Dios.
Veía hipócritas que buscaban
tenderle una trampa aprovechando el pecado de una mujer adúltera. Era el
momento, para Jesús, de hacer brillar la justicia de Dios y su misericordia.
Así, reconociendo que la mujer ha pecado, la invita a no pecar más.
Y recordando a los
acusadores que no estaban exentos de culpa, les golpea su conciencia con la
única palabra capaz de devolvernos a nuestro verdadero ser de pecadores: ¿Quién
está libre de culpa? ¿Quién puede condenar y acusar al prójimo? ¿Quién se
atreverá a dictar sentencia contra un hermano? Si, como dice san Pablo, Dios
nos encerró a todos en el pecado para ofrecernos misericordia, ¿quién puede tenerse
por justo juez de los demás?
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia