Ser feliz o desgraciado depende de la orientación que demos a nuestra vida en razón del destino último al que somos llamados
Hay pasajes de la Biblia
que, gracias a su sencillez y expresividad, se clavan en el alma con la fuerza
de un dardo.
El profeta Jeremías dice en
la liturgia de este domingo: “Maldito quien confía en el hombre, y
busca el apoyo de las criaturas, apartando su corazón del Señor. Será como un
cardo en la estepa, que nunca recibe la lluvia; …Bendito quien confía en el
Señor y pone en el Señor su confianza. Será un árbol plantado junto al agua”
(Jer 17,5-8).
Para
entender este paralelismo, el profeta ofrece la siguiente clave: “Nada hay más
falso y enfermo que el corazón del hombre, ¿quién lo conoce?”. Es posible que
muchos lectores piensen que el profeta era un escéptico pesimista en su
consideración sobre el hombre. Sin la confianza en los demás es imposible
vivir, trabajar, amar. ¿Cómo no vamos a confiar en el hombre? Dios mismo nos ha creado solidarios, abiertos
a la comunicación y a la donación de nosotros mismos.
El
mensaje del profeta parte de la experiencia del corazón humano, que tiende a
buscar la seguridad donde no se encuentra. Se aferra a los afectos desordenados,
a los sentimientos del momento, y puede pensar —voluntaria o inconscientemente—
que la seguridad última, lo que llamamos salvación o felicidad plena, reside en
el poder del hombre. Se olvida con frecuencia que el corazón del hombre está
enfermo. Cada día lo atestiguan los hechos: amistades rotas, amores
destrozados, relaciones frustradas.
Hasta
el ámbito más natural para la confianza —la familia— puede convertirse en un
infierno cuando se desata el egoísmo y la violencia por el deseo de dominar al
otro. Jeremías sabe que sólo quien echa raíces en Dios y vive cada día
arraigándose en él es digno de bendición. Por el contrario, quien idolatra al
hombre, o a sí mismo, será como un cardo en la estepa. Decía san Agustín que el
hombre bienaventurado es el que echa raíces en el cielo y desde allí crece
hacia la tierra. También de esto tenemos sobrada experiencia gracias al
testimonio de personas que viven así.
Jesús
recoge esta enseñanza en las bienaventuranzas de Lucas, donde contrapone la
felicidad a la desgracia de una vida frustrada. Para Jesús, son felices los
pobres, los que pasan hambre, los que lloran, los que son proscritos por causa
de él. ¿Cómo es posible afirmar esto? ¿No luchamos para que desaparezca la
pobreza, el hambre, el sufrimiento? Entonces, ¿cómo puede llamar felices a
estos grupos de personas? Porque el profeta supone que, en las pruebas, ponen
su confianza en Dios, que siempre tiene la última palabra. El Dios de la
misericordia y la justicia.
Por el
contrario, Jesús considera desgraciados a los ricos, saciados, alegres
vividores, y a cuantos el mundo adula. Despreocupados del dolor y sufrimiento
ajenos, Jesús les advierte del peligro que les acecha si consideran que su
felicidad depende de lo que este mundo les ofrece. En toda esta enseñanza
subyace una concepción hedonista de la vida, que ha perdido de vista la
trascendencia, la vida del más allá, el juicio último de Dios.
Jesús
dramatiza este contraste entre la bienaventuranza y la malandanza en la
parábola del rico epulón y el pobre Lázaro. El secreto de una vida feliz es
comprender que el corazón puede jugarnos malas pasadas, porque está enfermo y
se aparta con frecuencia de la verdad: es falso y mudable. Ser feliz o
desgraciado depende de la orientación que demos a nuestra vida en razón del
destino último al que somos llamados.
Por eso
Jesús dice que no se puede servir a Dios y a las riquezas, porque son dos
señores incompatibles y enemistados de raíz. Por eso, el
olvido de Dios es la mayor desgracia que puede suceder al hombre, porque es
pretender dar frutos en tierra árida.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia