El
Encuentro Europeo de Jóvenes de Taizé celebrado en Madrid ha sido una
experiencia inolvidable para más de 15.000 jóvenes de todo el mundo
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Un momento de la oración de la tarde del
Encuentro de Taizé en Madrid. Foto: Maya Balanya
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Y no solo ellos, las familias que los han acogido han podido vivir de
manera práctica y concreta el don de la hospitalidad.
Polacos, ucranianos,
croatas, franceses, italianos, alemanes, portugueses, lituanos, rusos… Y así
hasta 15.000 jóvenes de toda Europa y de otros lugares del mundo, además
naturalmente de numerosos españoles, han dejado en Madrid una alegría distinta
de la felicidad prefabricada que suele embotar estas fiestas.
Llegaron en autobuses,
aviones y trenes, y durante cinco días han dado a las calles de Madrid la luz y
el color que le faltaba a esta Navidad. Han participado en el Encuentro Europeo
de Jóvenes que organiza cada año la Comunidad ecuménica de Taizé y han dejado
en Madrid lo que vinieron a buscar: la fe, la confianza y la hospitalidad.
Algunos de ellos han pasado
tres días de viaje enlazando un autobús tras otro, y durante estos días han
sufrido no pocas incomodidades y unos horarios devastadores, pero todos han
podido experimentar las palabras que les dirigió el hermano Alois, el prior de
Taizé, el primer día del encuentro: «La hospitalidad nos acerca, más allá de
las divisiones. La hospitalidad no borra estas divisiones, pero nos hace verlas
bajo otra luz: nos hace capaces de escucha y de diálogo».
De hecho, el elemento que
ha marcado las reflexiones sobre las que han trabajado estos días miles de
jóvenes ha sido precisamente la hospitalidad, una aportación particular de la
Comunidad de Taizé al mundo, para construir «un futuro marcado por la
cooperación y no por la competición», en palabras de Alois.
El invitado por excelencia
Los peregrinos estaban
alojados en familias de la ciudad, y comenzaban cada mañana con una oración con
cantos al estilo de Taizé, a la que seguía una reflexión en grupo sobre las
propuestas de Alois.
Después se encaminaban al
centro de la ciudad para participar en la oración del mediodía en diferentes
iglesias y asistir, posteriormente, a los numerosos talleres sobre la fe, la
espiritualidad o el arte que tuvieron lugar en diversas parroquias y otros
foros, donde los jóvenes mostraron su inquietud y su interés a la hora de hacer
preguntas y participar de manera activa en grupos.
Por la tarde, el pabellón 4
de Ifema sirvió de escenario para cenar y compartir lo vivido, hacer nuevas
amistades y prepararse a la última oración del día con cantos, lecturas
bíblicas y las palabras del hermano Alois y del arzobispo de Madrid, que junto
al prior de Taizé ofreció estos días un taller en el que ambos dieron las
claves de la oración: silencio, escucha, constancia y la Palabra de Dios.
Presidía cada encuentro en
Ifema el cuadro La Adoración de los pastores, de El Greco, así como
la imagen de la Virgen y el Niño, el Crucificado, y el característico icono de
la amistad de Taizé. A la derecha del todo, el lema Tu palabra, Señor,
no muere, inspirado en unas palabras de Miguel de Unamuno que también
protagonizó uno de los talleres estos días.
Por el pabellón, los
jóvenes se sentaban en corros, o deambulaban buscando amigos, entre una
multitud de personas de todo aspecto y condición: chicos y chicas con diversos
tonos de piel, rubios y morenos, a la moda o fuera de ella, con tribu urbana o
sin ella, sacerdotes y religiosas, gente sola o familias enteras, sillas de
ruedas y carritos de bebé, rastas en el pelo, crestas o gomina… Todo el mundo
cabía en este laboratorio del encuentro en el que se ha convertido Taizé.
Pero lo más llamativo de
todo era lo que no se podía ver: el silencio. No hacía falta una voz que
indicara el comienzo de la oración: bastaba un canto, repetitivo y pausado,
para introducir en el pabellón al invitado por excelencia, un silencio signo
del Espíritu que nos une a todos.
«Con todas estas personas
que antes no conocíamos, estamos viviendo la experiencia de la comunión, y en
ella encontramos la alegría», constataba el hermano Alois en una de las
meditaciones, al mismo tiempo que subrayaba «la aventura interior» que supone
«la confianza en los demás, la confianza en nosotros mismos y la confianza en
Dios», que son «realidades íntimamente ligadas».
Tres desafíos
Tras un programa intenso y
agotador –madrugaban por la mañana y se acostaban tarde–, los jóvenes tuvieron
en sus parroquias de acogida una Nochevieja especial, con una vigilia de
oración y una fiesta de los pueblos en la que cada cual mostró sus habilidades
con un canto o algo propio de su país. El lunes fue ocasión de celebrar el Año
Nuevo con las familias que los han acogido estos días, para por la tarde
marcharse de vuelta a su país.
Todos ellos se han llevado
en su mochila los tres desafíos concretos que les ha lanzado Alois estos días:
trabajar por «estar más atentos a situaciones de pobreza, comenzando, por
ejemplo, con visitas que alivien el aislamiento de una persona sin hogar, de
una persona anciana que vive sola, de un niño abandonado». En segundo lugar,
vivir «la acogida de los migrantes y refugiados, apoyando las iniciativas
locales e internacionales que buscan brindarles más seguridad y justicia». Y,
por último, ser conscientes de que «la paz entre los seres humanos requiere
solidaridad con la creación, dando pasos concretos para aliviar la
sobreexplotación de los recursos, la contaminación y la pérdida de la
biodiversidad».
Pero antes que todo ello,
es necesario «un corazón reconciliado» y, como para evitar la tentación de caer
en lo mundanamente correcto, el hermano Alois los invitó a acudir «a la fuente
de la reconciliación, que no es una idea, es una persona, es Cristo, que nos da
su paz».
La ciudad polaca de
Breslavia acogerá el próximo Encuentro Europeo de Jóvenes, a finales de 2019,
como ya lo hiciera en 1989 –el primer encuentro de Taizé en un país
excomunista– y en 1995. Allí volverán a llevar los jóvenes europeos y de todo
el mundo lo que han dejado estos días en Madrid, tanto en la Iglesia como en la
misma ciudad: la hospitalidad como forma de vida, y la confianza como el modo
más humano –y más querido por Dios– de relacionarnos con los demás.
Juan Luis Vázquez
Díaz-Mayordomo
Fuente: Alfa y Omega
