EL ALIMENTO DE LA NUEVA VIDA
II. El pan de vida.
III. En cada Comunión se nos da el mismo Cristo. Su presencia en el alma.
«Al día siguiente, la
multitud que estaba al otro lado del mar vio que no había allí más que una sola
barca, y que Jesús no había subido a la barca con sus discípulos, sino que
éstos se habían marchado solos.
Llegaron otras barcas de Tiberíades, junto al
lugar donde habían comido el pan después de haber dado gracias el Señor: Cuando
vio la multitud que Jesús no estaba allí ni tampoco sus discípulos, subieron a
las barcas y fueron a Cafarnaún buscando a Jesús. Y al encontrarle al otro lado
del mar, le preguntaron: Maestro, ¿cuándo llegaste aquí? Jesús les respondió:
En verdad, en verdad os digo que vosotros me buscáis no por haber visto los
milagros, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado. Obrad no
por el alimento que perece sino por el que perdura hasta la vida eterna, el que
os dará el Hijo del Hombre, pues a éste lo confirmó con su sello Dios Padre.
Ellos le preguntaron: ¿Qué haremos para realizar las obras de Dios? Jesús les
respondió: Esta es la obra de Dios, que creáis en quien Él ha enviado.
«Le dijeron: ¿Pues qué
milagro haces tú, para que lo veamos y te creamos? ¿Qué obras realizas tú?
Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: Les dio a
comer pan del Cielo. Les respondió Jesús: En verdad, en verdad os digo que no
os dio Moisés el pan del Cielo, sino que mi Padre os da el verdadero pan del
Cielo. Pues el pan de Dios es el que ha bajado del Cielo y da la vida al mundo.
Ellos le dijeron: Señor, danos siempre de este pan. Jesús les respondió: Yo soy
el pan de vida; el que viene a mino tendrá hambre, y el que cree en mino tendrá
nunca sed» (Jn 6, 22-35).
I. Dice el Señor: Yo soy
el Pan de Vida. El que viene a Mí no pasará hambre. Y el que cree en Mí nunca
pasará sed.
Después
del milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, la multitud,
entusiasmada, busca de nuevo a Jesús. Cuando vieron que no estaba allí, ni
tampoco sus discípulos, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaún. Allí, en la
sinagoga -nos indica San Juan en el Evangelio de la Misa-, tendrá lugar la
revelación de la Sagrada Eucaristía.
Jesús,
con el milagro de la multiplicación de los panes el día anterior, había
despertado unas esperanzas hondamente arraigadas en el pueblo. Millares de
gentes se desplazaron de sus casas para verle y oírle, y su entusiasmo les
llevó a querer hacerlo rey. Pero el Señor se apartó de ellos. Cuando de nuevo
le encontraron, les dijo Jesús: En verdad, en verdad os digo que vosotros me
buscáis no por haber visto milagros, sino porque habéis comido de los panes y
os habéis saciado. «Me buscáis -comenta San Agustín- por motivos de la carne,
no del espíritu. ¡Cuántos hay que buscan a Jesús, guiados sólo por intereses
materiales! (...). Apenas se busca a Jesús por Jesús». Nosotros queremos
buscarle por Él mismo.
Este
apego exclusivamente material, interesado, no es lo que Él espera de los
hombres. Y con una valentía admirable, con un amor sin límites, les expone el
don inefable de la Sagrada Eucaristía, donde se nos da como alimento. No
importa que muchos de los que le han seguido con fervor le abandonen al
terminar esta revelación. Jesús comienza insinuando el misterio eucarístico:
Obrad no por el alimento que perece sino por el que perdura hasta la vida
eterna, el que os dará el Hijo del Hombre... Ellos le preguntaron: ¿Qué haremos
para realizar las obras de Dios? Jesús les respondió: Ésta es la obra de Dios,
que creáis en quien Él ha enviado.
Y,
a pesar de que muchos de los presentes vieron con sus ojos el prodigio del día
anterior, le dijeron: ¿Pues qué milagro haces tú, para que lo veamos y te
creamos? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito:
Les dio a comer pan del Cielo.
La
Primera lectura de la Misa nos relata cómo, efectivamente, Yahvé mostró su
Providencia sobre aquellos israelitas en el desierto, haciendo caer diariamente
del cielo el maná que los alimentaba. Este pan es símbolo y figura de la
Sagrada Eucaristía, que el Señor anunció por vez primera en esta pequeña ciudad
junto al lago de Genesaret. Jesucristo es el verdadero alimento que nos
transforma y nos da fuerzas para llevar a cabo nuestra vocación cristiana.
«Sólo
mediante la Eucaristía es posible vivir las virtudes heroicas del cristianismo:
la caridad hasta el perdón de los enemigos, hasta el amor a quien nos hace
sufrir, hasta el don de la propia vida por el prójimo; la castidad en cualquier
edad y situación de la vida; la paciencia, especialmente en el dolor y cuando
se está desconcertado por el silencio de Dios en los dramas de la historia o de
la misma existencia propia. Por esto -exhortaba con fuerza el Papa Juan Pablo
II-, sed siempre almas eucarísticas para poder ser cristianos auténticos».
Con
palabras del poeta italiano, pedimos al Señor: «Danos hoy el maná de cada día,
// sin el cual por este áspero sendero // va hacia atrás quien más en caminar
se afana». Verdaderamente, la vida sin Cristo se convierte en un áspero
desierto en el que cada vez se está más lejos de la meta.
II. Cuando los judíos dicen
a Jesús que Moisés les dio pan del Cielo, Jesús les contesta que no fue Moisés,
sino su Padre Celestial es quien les da el verdadero pan del Cielo. Pues el pan
de Dios es el que ha bajado del Cielo y da la vida al mundo.
«El
Señor se presenta de tal forma, que parecía superior a Moisés; jamás tuvo
Moisés la audacia de decir que él daba un alimento que no perece, que permanece
hasta la vida eterna. Jesús promete mucho más que Moisés. Éste prometía un
reino, una tierra con arroyos de leche y miel, una paz temporal, hijos
numerosos, la salud corporal y todos los demás bienes temporales (...); llenar
su vientre aquí en la tierra, pero de manjares que perecen: Cristo, en cambio,
prometía un manjar que, en efecto, no perece sino que permanece eternamente».
Quienes
estaban presentes aquella mañana en la sinagoga de Cafarnaún sabían que el maná
-el alimento que diariamente recogían los judíos en el desierto- era símbolo de
los bienes mesiánicos; por eso piden al Señor que realice un portento
semejante. Pero no podían ni siquiera imaginar que el maná era figura del gran
don mesiánico de la Sagrada Eucaristía.
Jesús
les dice que aquel maná no era el pan del Cielo, porque quienes lo comieron
murieron, y que su Padre es quien puede darles este otro pan del todo excepcional
y maravilloso. Ellos le dijeron: Señor, danos siempre de este pan. Y Jesús les
respondió: Yo soy el pan de vida; el que viene a Mí no tendrá hambre, y el que
cree en Mí no tendrá nunca sed. El Señor tendrá buen cuidado en dejar bien
claro, sin miedo a la confusión y al abandono que habrían de venir, que ese pan
es una realidad. Ocho veces repite a continuación el término comer, para que no
hubiera error posible.
Cristo
se hace alimento para que tengamos esa nueva vida, que Él mismo viene a
traernos: el pan que Yo os daré es la carne mía. No es un pan de la tierra, es
un pan que baja del Cielo y da la vida al mundo. En la Sagrada Eucaristía nos
hacemos «concorpóreos y consanguíneos suyos». La Eucaristía es la suprema
realización de aquellas palabras de la Escritura: son mis delicias estar con
los hijos de los hombres. Jesús Sacramentado es verdaderamente el Emmanuel, el
Dios con nosotros, que se nos da como alimento para una nueva vida, que se
prolonga más allá de nuestro fin terreno.
«El
más grande loco que ha habido y habrá es Él. ¿Cabe mayor locura que entregarse
como Él se entrega, y a quienes se entrega?
»Porque
locura hubiera sido quedarse hecho un Niño indefenso; pero, entonces, aun
muchos malvados se enternecerían, sin atreverse a maltratarle. Le pareció poco:
quiso anonadarse más y darse más. Y se hizo comida, se hizo Pan.
»-¡Divino
Loco! ¿Cómo te tratan los hombres?... ¿Yo mismo?». ¿Cómo me preparo para
recibirte? ¿Cómo es mi fe, mi alegría..., mis deseos? Hagamos propósitos
pensando en la próxima Comunión que vamos a realizar, quizá dentro de pocos
minutos o de pocas horas. No puede ser como las anteriores: ha de estar más
llena de amor.
III. Cuando comulgamos,
Cristo mismo, todo entero, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, se
nos da en una unión inefablemente íntima que nos configura con Él de un modo
real, mediante la transformación y asimilación de nuestra vida en la suya.
Cristo, en la Comunión, no solamente se halla con nosotros, sino en nosotros.
No
está Cristo en nosotros como un amigo está en su amigo: mediante una presencia
espiritual activada por un recuerdo más o menos constante. Cristo está
verdadera, real y sustancialmente presente en nuestra alma después de comulgar.
«Yo soy el pan de los fuertes ‑dijo el Señor a San Agustín, y podemos aplicarlo
ahora a la Eucaristía-; cree y me comerás. Pero no me cambiarás en tu sustancia
propia, como sucede al manjar de que se alimenta tu cuerpo, sino al contrario,
tú te mudarás en Mí». ¡Cristo nos da su vida! ¡Nos diviniza! ¡Nos transforma en
Él! Vuelca sobre nuestra alma necesitada los infinitos méritos de la Pasión,
nos envía nuevas fuerzas y consuelos, y nos introduce en su Corazón amantísimo,
para transformarnos según sus sentimientos.
De
la Eucaristía manan todas las gracias y los frutos de vida eterna -para la
humanidad y para cada alma-, porque en este sacramento «se contiene todo el
bien espiritual de la Iglesia». Si consideramos frecuentemente los efectos de
este sacramento en el alma que lo recibe dignamente, nos ayudará a sacar mucho
más fruto de la Comunión eucarística y de la Comunión espiritual y, por tanto,
a dirigirnos más rápidos hacia Dios; a valorar la necesidad de recibir al Señor
con mucha frecuencia, y aun diariamente, y a esmerarnos en la preparación y en
la acción de gracias. Cada día, nosotros podemos decir a Jesús: Señor, danos
siempre de ese pan.
El
alma es elevada al plano sobrenatural; las virtudes de Jesús vivifican el alma,
y queda ésta como incorporada a Él, como miembro de su Cuerpo Místico. Entonces
podemos decir en toda su plenitud: Vivo, pero ya no yo, es Cristo quien vive en
mí.
También
se cumplen en cada Comunión aquellas palabras del Señor en la Ultima Cena: Si
alguno me ama -y recibirle con piedad y devoción es el mayor signo de amor-
guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos
morada. El alma se convierte en templo y sagrario de la Trinidad Beatísima. Y
la vida íntima de las tres Divinas Personas empapa y transforma el alma del
hombre, sustentando, fortaleciendo y desarrollando en él el germen divino que
recibió en el Bautismo.
Cuando
nos acerquemos a recibirle le podemos decir: «Señor, espero en Ti; te adoro, te
amo, auméntame la fe. Sé el apoyo de mi debilidad, Tú, que te has quedado en la
Eucaristía, inerme, para remediar la flaqueza de las criaturas». Y acudiremos a
Santa María, pues Ella, que durante treinta y tres años pudo gozar de su
presencia visible y le trató con el mayor respeto y amor posible, nos dará sus
mismos sentimientos de adoración y de amor.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org