¿Estoy preparado para sufrir el olvido y el odio
injusto?
El domingo muchos apoyaban a Jesús y lo
aclamaban con ramos y cantos.
Pero días más tarde, el Jueves Santo, al caer la noche, lo dejan solo.
Jesús experimenta entonces la
soledad más absoluta: “Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?”. Sufre el abandono, el anonadamiento. En el dolor
de tanta soledad se encuentra a solas con su Padre.
Y en su corazón vive lo que
explica el profeta: “El Señor me abrió el oído; y yo no resistí ni me eché atrás:
ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi
barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por
eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo
que no quedaría defraudado”.
Suelta las amarras de su vida. Se
entrega por entero sin oponer resistencia. Y en ese abajamiento sale Dios a su
encuentro: “No hizo alarde de su categoría de Dios;
tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como
un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una
muerte de cruz”.
Fue sometido a una muerte
ignominiosa. A una cruz dolorosa. El desprecio, el abandono, el olvido.
Había hablado con palabras
llenas de sabiduría. Había curado enfermedades incurables. Se había negado a sí
mismo por amor. Y a cambio recibió sólo el olvido y el desprecio. “Crucifícale”.
Y la soledad de una noche en una
cisterna, en la casa de Caifás. Su última noche. Pedro lo siguió hasta esa
casa. Luego lo negó. Su madre, las mujeres, se mantuvieron fieles. Estaban
cerca, llorando.
Tantos prometieron fidelidad
eterna y no fueron capaces de mantenerse firmes. No es sencillo. En
medio de la cruz es cuando compruebo la profundidad de mi fe, su madurez.
Cuando todo transcurre a un
ritmo cadencioso nada temo. Mi fe me sostiene. Cuando no entiendo, en medio de
cruces injustas e inhumanas, en esos momentos de soledad profunda a mi fe sólo
le quedan dos caminos. O crece y madura en medio de la prueba, o se quiebra
para siempre y dejo de creer en ese Dios que me ha abandonado y me ha dejado solo.
Ha preferido a otros antes que a mí.
Pienso en los anonadamientos que
he sufrido. Anonadarse es hacerse nada. Dejar de ser importante. Sufrir la
humillación y el olvido. El desprecio y la crítica. ¿Lo he experimentado?
¿Estoy
preparado para sufrir el olvido y el odio injusto? Creo que no. Nunca estoy preparado.
Poder pasar del Domingo de Ramos al Viernes Santo es difícil. Hace falta una
gracia especial en el alma. Una fuerza que venga de lo alto.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia