Vivir entregado a los demás, y hacerlo con verdad y constancia,
requiere fuertes dosis de encuentro con Dios en la oración
Hay cristianos que apenas
oran. Orar, lo que se dice orar. Quizás rezan algunas oraciones que aprendieron
de pequeños, lo cual es muy bueno, sin duda alguna. Pero orar es algo más. No
basta con recitar oraciones con los labios. Se trata de orar con todo el ser,
abrirnos a Dios, dejarnos abarcar por su mirada y reconocer que nos envuelve su
amor infinito de Padre.
En el evangelio de este
domingo, se narra una jornada de Jesús, casi con la precisión de una crónica de
alguien que le sigue y toma nota de sus actos.
Es una jornada intensa, llena de
actividad. Después de haber asistido al culto en la sinagoga, Jesús se aloja en
casa de Pedro y su hermano Andrés. La suegra de Pedro estaba con fiebre y
Jesús, tomándola de la mano, la cura. Ella, de inmediato se pone a servirles a
la mesa.
Como era sábado, y el
descanso era obligatorio, permanecieron en casa hasta la puesta del sol,
momento en que terminaba la obligación de descansar. La gente de Cafarnaún
aprovechó para llevar sus enfermos a Jesús para que los curara, al tiempo que
escuchaban su enseñanza. Dice el evangelista que toda la ciudad se agolpó a la
puerta. Es fácil imaginar que Jesús dedicaría a las personas su atención,
escucharía sus necesidades, y les ofrecería la salvación que buscaban.
A continuación, se narra que
Jesús se levantó de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, y se fue a un
descampado para orar. Al descubrir que Jesús no estaba en su lecho, los
discípulos fueron a buscarlo y le dijeron: «Todo el mundo te busca». Da la
impresión de que también la gente había madrugado para encontrarse de nuevo con
Jesús y estar con él.
La respuesta de Jesús, sin
embargo, abre nuevos horizontes de su actividad. Jesús les manifiesta su deseo
de ir a las aldeas cercanas a predicar la buena noticia; y añade la razón:
«para esto he salido». No se refiere Jesús a salir de la casa de madrugada, ni
de Cafarnaún: el verbo «salir» se refiere a su origen último, es decir, al
Padre. «Salí del Padre, dice en Juan, y vuelvo al Padre». Su lugar por
excelencia es el Padre.
La vida de Jesús se mueve
entre dos polos: el Padre y los hombres. Por eso, necesita encontrarse con su
Padre en la oración y busca el momento de la soledad que le asegura el
encuentro con él. Cuanto hace tiene su origen en el Padre. Predicar y sanar a
los enfermos es la misión que ha
recibido de él. Para Jesús, la oración es esencial porque necesita estrechar
los lazos con quien le ha enviado. Su salida de Dios en la encarnación deja
intacta la conciencia de su origen y busca el momento adecuado para avivar su
amor al Padre.
Si esto hace Jesús, el Hijo
de Dios, que vivía siempre unido a su Padre, ¿qué no debemos hacer nosotros? La
vida del hombre no se reduce a la acción. Es un equilibrio entre acción y
oración. Jesús, actuando así, enseña que también nosotros debemos volver a la fuente de
nuestro ser, sin el cual podemos perder el sentido de quiénes somos y de
nuestra misión en el mundo. Ante el ejemplo de Jesús, resultan poco
convincentes las excusas: no tengo tiempo para orar, no me dice nada la
oración, no siento la necesidad de encontrarme con Dios, pues tengo que hacer
muchas cosas… Si somos sinceros, reconoceremos que nos engañamos cuando
pensamos así. Es cuestión de marcar prioridades.
Nuestra vida, como la de
Jesús, se mueve entre dos polos: Dios y los hombres, nuestros hermanos. Vivir
entregado a los demás, y hacerlo con verdad y constancia,
requiere fuertes dosis de encuentro con Dios en la oración. Si no queremos que
la cultura dominante nos devore con las urgencias que nos marca y vivir como activistas
sin norte, necesitamos buscar a Dios con todo el ser porque de él venimos y a
él vamos.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia