Es verdad, a veces vivo
sólo para mí
Tal
vez el voluntarismo de una vigilancia esforzada me cansa por dentro. Quiero
entonces mirar a lo alto. Sin la fuerza del Espíritu no puedo vigilar nada. No
puedo permanecer en la atalaya en vela para ver los peligros. Y no puedo velar
toda la noche para esperar el paso misericordioso de Jesús por mi vida.
Me
quedo dormido. Me canso de tanta espera. Y digo con San Antonio: «Te hemos
seguido a ti. Nosotros criaturas hemos seguido al Creador, nosotros hijos al
padre, nosotros niños a la madre, nosotros hambrientos al pan, nosotros
sedientos a la fuente, nosotros enfermos al médico, nosotros cansados al
sostén, nosotros desterrados al paraíso».
He
seguido a Jesús, eso es verdad. Lo he seguido y me canso de dar pasos sobre sus
huellas. De tanto subir las cumbres. Quiero descansar sin dejar de vigilar.
Comenta
Fray Pablo de Venecia, uno de los testigos en el proceso de canonización de
Santo Domingo: «El maestro Domingo le decía a él y a otros que estaban con
él: ‘Caminad, pensemos en nuestro Salvador’. Dondequiera que se encontraba
Domingo hablaba siempre de Dios o con Dios; nunca airado, agitado o turbado, ni
por la fatiga del camino, ni por otra causa sino siempre alegre en las
tribulaciones y paciente en las adversidades».
Miro
a santo Domingo. Quiero vivir como él. Él descansó en Dios y fue fiel en el
camino. Quiero pensar siempre en Jesús. Él quiere que descanse en sus manos. No
quiere que me rompa. Me abraza, sale a mi encuentro en este Adviento para que
sea luz y alegría para muchos.
Decía
el Papa francisco: «La imagen más honda y misteriosa de cómo trata el
Señor nuestro cansancio pastoral es aquella del que ‘habiendo amado a los
suyos, los amó hasta el extremo’ (Jn 13,1). La escena del lavatorio de los
pies».
A
veces pongo el acento en exceso en mi fuerza de voluntad, en la fuerza de mis
propósitos. Y me agoto. Me digo a mí mismo que voy a mejorar a fuerza de
golpes. Que voy a seguir subiendo por las montañas más altas. Y pienso que voy
a tocar la cumbre. Pero no puedo. Me faltan las fuerzas. Me rompo.
Miro
a mi alrededor buscando ayuda. Me siento tan débil. Es el cansancio sano del
que lo da todo por amor a todos. Es el amor que quiero vivir. Pero a veces
tengo el cansancio enfermo de mi baja autoestima. Que me hace desconfiar de mis
fuerzas. Me canso de mí mismo y no acepto mi debilidad y mi torpeza.
¿Cómo
puede Dios enamorarse de mí? Él me ama. Hoy me levanto de nuevo para volver a
vigilar porque ha venido Jesús a despertarme. ¿Qué tengo que hacer? Necesito la
fuerza de Dios para no acabar claudicando. Necesito su mano para no tropezar de
nuevo.
Vigilo,
con los ojos abiertos, con el corazón tranquilo. Algo puede suceder si dejo que
Jesús venga a mí. «Ven, Señor Jesús». Le grito. Quiero que salga a mi
encuentro, pero a veces me impaciento. No sé si valgo yo para esa vigilia
tranquila. Para esa vela paciente. No soy nada paciente. Desde pequeño me lo
decían. Lo quiero todo ya, ahora mismo, ayer mismo.
Me
falta paciencia para vigilar atento, para velar hasta que Jesús pase, me entra
el sueño. Es verdad que lo busco y lo quiero. Deseo su presencia en mí cada
día. Sueño con esperar pacientemente su venida.
El
Adviento es una oportunidad que Dios me da para crecer en la paciencia. Cuatro
semanas. Cuatro domingos. Tanto tiempo para velar a su lado. Un camino corto
esperando que nazca un niño muy dentro del alma. Quiero aprender a confiar cada
semana.
Decido
vivir el Adviento como un camino pausado buscando a Jesús que nace en medio de
mi vida.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia