El verdadero amor no se cree con derechos ante los
demás
Creo que en ocasiones sufro por no recibir
lo que creo que el mundo me debe. Creo
ver una deuda no pagada. Un milagro pedido que no ha tenido lugar en mi vida.
Un don que no he recibido. La ausencia de un bien me parece una pérdida
imperdonable. Me parece injusto.
Y sufro
cuando no tengo lo que deseo, cuando pierdo lo que había encontrado, cuando no
recibo lo que había esperado. Me da pena sufrir sin un motivo real. ¿Por qué me
deben algo? ¿Quién me debe algo? ¿Por qué creo que me corresponden cosas a las
que tal vez no tenga derecho alguno?
Nací sin
derechos. La misma vida que tengo y aprecio es un don inmerecido. Eso me
sobrecoge cuando me detengo a pensar en el camino recorrido. No quiero creerme
acreedor de nada ni de nadie. Quiero aprender a vivir sin derechos.
Tal vez creo
que me deben cuando no recibo amor. Cuando no me dan lo que espero. Pero no me
deben nada. Nadie me debe nada.
Si soy
honesto tengo que reconocer que la tristeza llega a mi corazón cuando
no recibo lo esperado. O cuando siendo yo generoso no son
generosos conmigo. O no me agradecen mi entrega gratuita. No logro vivir sin
esperar nada. Me repito estas palabras: Sin esperar nada. No quiero esperar
nada.
La
generosidad no es el criterio absoluto que rige mis decisiones. No siempre Dios
me pide todo lo que tengo. No siempre quiere que me entregue como otros esperan
de mí.
No soy
sacerdote por haber sido muy generoso cuando era joven. No lo soy porque todas
mis decisiones sean generosas. No es así. Hay más.
No todo lo
que decido ha de estar marcado por el único criterio de la generosidad. Lo
importante es que sea lo que Dios quiere para mí. Aunque al hacerlo sienta que
estoy siendo algo egoísta. Eso no importa si es lo que Dios desea.
Para decidir
lo importante no es sólo la generosidad. Lo más valioso es entregar la vida en
la manera que Él desea.
Me gustan las
palabras que dijo el Papa Francisco en Fátima: “La vida sólo puede sobrevivir gracias a la
generosidad de otra vida. Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda
infecundo; pero si muere, da mucho fruto (Jn 12,24): lo ha dicho y lo ha hecho
el Señor, que siempre nos precede. Cuando pasamos por alguna cruz, Él ya ha
pasado antes. De este modo, no subimos a la cruz para encontrar a Jesús, sino
que ha sido Él el que se ha humillado y ha bajado hasta la cruz para
encontrarnos a nosotros y, en nosotros, vencer las tinieblas del mal y
llevarnos a la luz”.
Jesús me gana
en generosidad. Amo la generosidad de Dios. Es Él, no yo, el que lo da todo.
Baja hasta mí. Me enseña un camino de generosidad que yo tengo que descubrir
cómo se concreta en mi vida diaria.
Siempre me
confieso de egoísmo. Lo tengo claro. Peco de egoísta. Pero no me considero poco
generoso. No es contradictorio.
Hay en mí un
anhelo profundo de hacer lo que Jesús hizo. Quiero morir para dar la vida. Como
lo hizo Él. Sin esperar nada a cambio. Jesús aceptó morir con paz en el
alma. Y lo hizo porque era ese el camino que tejió el odio de los hombres a su
paso.
Jesús vino,
se abajó, para darme luz. Se hizo carne para amar desde sus entrañas todo lo
que hay en mí. Y dejarme ver en esa entrega lo que yo tengo que hacer.
Hoy escucho: “A
nadie le debáis nada, más que amor; porque el que ama a su prójimo tiene
cumplido el resto de la ley”.
Está claro. Si amo
no debo nada a nadie. Si soy generoso hasta el extremo dejo de estar en deuda
con otros y conmigo mismo.
Pero no
siempre mis actos son generosos. A veces puedo parecer generoso pero tal vez
estoy siendo egoísta: “Bajo la fachada de generosidad, se esconde
a veces el interés desmedido por un yo, más que por los demás”[1].
A veces me
encuentro con personas a las que les gusta dar pero no les gusta recibir. No
quieren que les invites. No quieren estar en deuda. Se engañan. Son generosos
con los demás pero no aceptan que sean generosos con ellos. Hay un
desequilibrio que no es sano.
Mi generosidad puede ser búsqueda desmedida
de mi yo. Doy amor. Pero no me dejo amar. Busco ser generoso. Pero no dejo que
otros lo sean conmigo. No
quiero esperar que me paguen por todo lo que hago. Tampoco que me devuelvan
todo lo que entrego. No quiero que se comporten conmigo como yo me comporto con
ellos.
A veces
sentiré que me utilizan. Que me usan mientras puedo ser útil y luego me dejan.
Llegaré a pensar que es injusto. Sentiré que no me dan lo que me corresponde,
lo mismo que yo he dado. Eso no me ayuda a crecer. Pienso sólo en lo que los
hombres tienen que darme a cambio de mi entrega.
Quiero
aceptar con alegría la vida que tengo. Quiero mirar con paz a los que me rodean
sin exigirles más de lo que me pueden dar. Eso es sano. No
soy acreedor de nadie. Y tampoco tengo deudas. Si amo, no tengo deudas con
nadie. Eso es lo que más paz me da. Si amo con toda el alma, tendré paz. Viviré
sin deudas.
El que hace
las cosas por amor es el más generoso. En realidad el criterio es el amor. Y
para amar tengo que poner mi vida como prenda.
No hay amor
verdadero que sea egoísta. Es imposible. Sería una contradicción. Todo amor es
generoso. Lo que ha de mover mis actos es el amor. El amor a Dios. El amor a
los hombres. Eso es lo que quiero pedirle a Dios que me
enseñe a amar de verdad.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia