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| Resurrección del Señor. Dominio público |
El libro trata de una extraña
propuesta que recibe para escribir un libro viajando con el papa Francisco a
Mongolia. Él acepta, con una condición. Que pueda preguntar al Papa si la firme
fe de su madre, su anhelo de encontrarse con su padre después de morir, es
verdad. Bendita fe de las madres y abuelas que no deja de sembrar esta pregunta
en el corazón de sus hijos y nietos. Y es una siembra eficaz, porque por muy
agnósticos o ateos que seamos, es imposible erradicar de nuestro corazón el
deseo de resurrección.
Esto mismo lo decía de forma verdaderamente conmovedora Félix de Azúa en un artículo del periódico El País en el año 2000, que leí en el libro de J.J. Ayán, Para mi gloria los he creado. En este artículo, después de quejarse por la homilía que había escuchado en un funeral en la que el sacerdote predicaba acerca de una supuesta luz inmaterial en la que nos convertimos al morir, nos lanzaba a los católicos un grito de socorro: «Católicos, no os dejéis arrebatar la gloria de la carne, no os hagáis hegelianos. Que, sobre todo, el cuerpo sea eterno, es la mayor esperanza que se pueda concebir, y solo cabe en una religión cuyo Dios se dejó matar para que también la muerte se salvara. Quienes no tenemos la fortuna de creer, os envidiamos ese milagro, a saber, que para Dios (ya que no para los hombres) nuestra carne tenga la misma dignidad que nuestro espíritu, si no más, porque también sufre más el dolor. Rezamos para que estéis en la verdad y nosotros en la más negra de las ignorancias. Porque todos querríamos, tras la muerte, volver a ver los ojos de las buenas personas. E incluso los ojos de las malas personas. En fin, ver ojos y no únicamente luz». Esto es también lo que desea la madre de J. Cercas, lo que deseo yo y lo que creo que deseamos todos: que al traspasar la muerte no veamos luces, sino ojos y boca, y nariz y, manos…
Puede ser extraño, pero es lo que
los evangelios nos cuentan. María Magdalena en el huerto no vio unas formas
luminosas, sino unos ojos conocidos y una boca que la llamaba por su nombre.
Tomás y los apóstoles no vieron un fantasma; vieron unas manos y un costado que
conocían. Y lo palparon. Y tocaron los agujeros que los traspasaban.
Ciertamente hay que estar loco como una cabra para creer lo que creemos los
católicos, pero más loco habría que estar para no creerlo cuando uno lo ha
visto y tocado. Este es el fundamento de nuestra fe, el testimonio de unas
mujeres, de unos hombres que decían que habían visto resucitado a uno que tres
días antes colgaba muerto de una cruz y lo habían sepultado. Y que lo habían
tocado. Y seguro, pienso, que lo habían abrazado. (Tan fuerte, que Jesús tuvo
que decir a María que lo soltara…)
Aquel testimonio sigue resonando,
transportado de generación en generación por “locos como una cabra” que lo
creen y lo viven. Es cierto, he de reconocerlo, que el mundo de hoy con su
positivismo se ríe de una creencia así, pero es, al menos tan cierto, que los
que lo hemos conocido no podemos negarlo sin negarnos a nosotros mismos. Feliz
Pascua de Resurrección.
Obispo de Segovia
Fuente: Diócesis de Segovia
