Jesús –
precisó el Papa – nos recuerda que su vía es la vía del amor, y no hay
verdadero amor sin el sacrificio de sí”
En su alocución del
Vigésimo Segundo Domingo del Tiempo Ordinario, el Santo Padre retomó el pasaje
del Evangelio de Mateo (Mt 16, 21-27) en el que se narra la confesión de Pedro,
la “roca”, sobre la cual Jesús quiere construir su Iglesia.
Texto de las palabras del Papa Francisco en el
Ángelus
Queridos hermanos y
hermanas, ¡buenos días!
El hodierno pasaje
evangélico (Cfr. Mt 16, 21-27) es la continuación de aquel del domingo pasado,
en el cual sobresalía la profesión de fe de Pedro, “roca” sobre la cual Jesús
quiere construir su Iglesia. Hoy, en fuerte contraste, Mateo nos muestra la
reacción del mismo Pedro cuando Jesús revela a sus discípulos que en Jerusalén
deberá sufrir, ser asesinado y resucitar (Cfr. v. 21). Pedro lleva aparte al
Maestro y lo reprende porque esto – le dice – no puede sucederle a Él, al
Cristo. Pero Jesús, a su vez, reprende a Pedro con palabras duras: «¡Retírate,
ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos
no son los de Dios, sino los de los hombres» (v. 23).
Un momento antes, el
apóstol era el bendecido por el Padre porque había recibido esta revelación del
Padre, era una “piedra” sólida para que Jesús pudiera construir sobre ella su
comunidad, y enseguida se convierte en un obstáculo, una piedra, pero no para
construir: una piedra de obstáculo en el camino del Mesías. ¡Jesús sabe bien
que Pedro y los demás tienen todavía mucho camino por hacer para convertirse en
sus apóstoles!
A este punto, el
Maestro se dirige a todos aquellos que lo seguían, presentándoles con claridad
la vía a seguir: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo,
que cargue con su cruz y me siga» (v. 24). Siempre, incluso hoy, la tentación
es aquella de querer seguir a un Cristo sin cruz, es más, de enseñar a Dios el
camino justo. Como Pedro: “No, no Señor, esto no, no sucederá jamás”. Pero
Jesús nos recuerda que su vía es la vía del amor, y no hay verdadero amor sin
el sacrificio de sí. Estamos llamados a no dejarnos absorber por la visión de
este mundo, sino a ser siempre más conscientes de la necesidad y de la fatiga
para nosotros cristianos de caminar contra corriente y en salida.
Jesús completa su
propuesta con palabras que expresan una gran sabiduría siempre valida, porque
desafían la mentalidad y los comportamientos egocéntricos. Él exhorta: «Él que
quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí, la
encontrará» (v. 25). En esta paradoja está contenida la regla de oro que Dios
ha inscrito en la naturaleza humana creada en Cristo: la regla que sólo el amor
da sentido y felicidad a la vida. Gastar los propios talentos, las propias
energías y el propio tiempo sólo para salvar, cuidar y realizarse a sí mismo,
conduce en realidad a perderse, es decir, a una existencia triste y estéril. Si
en cambio, vivimos para el Señor e impostamos nuestra vida en el amor, como ha
hecho Jesús, podremos gustar la alegría auténtica, y nuestra vida no será
estéril, será fecunda.
En la celebración de
la Eucaristía revivimos el misterio de la cruz; no sólo recordamos, sino
realizamos el memorial del Sacrificio redentor, en el cual el Hijo de Dios se
pierde completamente a Sí mismo para recibirse de nuevo en el Padre y así
reencontrar a nosotros, que estábamos perdidos, junto con todas las creaturas.
Cada vez que participamos en la Santa Misa, el amor de Cristo crucificado y
resucitado se comunica a nosotros como alimento y bebida, para que podamos
seguirlo a Él en el camino de cada día, en el concreto servicio a los hermanos.
María Santísima, que
ha seguido a Jesús hasta el Calvario, nos acompañe también a nosotros y nos
ayude a no tener miedo de la cruz, pero con Jesús crucificado, no una Cruz sin
Jesús: la Cruz con Jesús, es decir la cruz del sufrir por amor a Dios y a los
hermanos, porque este sufrimiento, por la gracia de Cristo, es fecundo de
resurrección.
Traducción del
italiano, Renato Martínez
Radio
Vaticano