El
15 de mayo, como un fruto del Espíritu Santo que brota después de un dilatado
periodo de siembra habitada, nacía en Madrid el Servicio de Asistencia
Religiosa Católica de Urgencia
Una
misión de la Iglesia de Madrid para que, quien lo necesite –católico o no–
pueda ser asistido por un sacerdote en situaciones que sean urgentes y en las
que, por el horario en que se producen (desde las 22:00 hasta las 07:00 horas)
quizá no sea fácil encontrar a un cura por los cauces habituales.
Allí
donde el ser humano está sufriendo, con llagas en el alma y lleno de heridas,
ese es el lugar privilegiado para encontrar a Dios, para verle y para escuchar
su voz. Estar, al fin y al cabo, donde el hombre sufre, que es el rostro del
Señor.
De ese lenguaje, conjugado con las iniciales de la entrega y la ternura,
sabe demasiado Pablo Genovés, sacerdote y coordinador de esta iniciativa que
germina «en la carne partida y la sangre derramada de quien llama y se revela
como el Cuerpo y la Sangre de Cristo».
Genovés,
ataviado con una generosidad que no entiende de tiempos ni de cansancios, nos
atiende con su carácter desprendido y amable, para hacer balance –a la luz de
su ministerio y de su corazón– de este servicio de la Iglesia de Madrid.
Para todos aquellos que
aún no saben qué se esconde detrás de las siglas SARCU… ¿En qué consiste este
servicio?
Materialmente,
consiste en lo que dicen esas siglas: un servicio de asistencia religiosa
católica de urgencia, un servicio de nuestra Iglesia madrileña para que, quien
lo necesite –católico o no– pueda ser asistido por un sacerdote en
situaciones que sean urgentes y en las que, por el horario en que se producen
(desde las 22:00 hasta las 07:00 horas) quizá no sea fácil encontrar a un cura
por los cauces habituales.
Pero,
si vamos al fondo de esa materialidad, el SARCU es una presencia de la Iglesia,
una presencia de la comunidad de discípulos y discípulas del Señor allá donde,
incluso a horas más o menos intempestivas, se requiere ser manos y rostro de la
ternura, la cercanía y el aliento de nuestro Dios Abba. El SARCU no es sólo un
sistema organizado de presencia presbiteral. Es, quiere ser, encarnación del
Espíritu que unge a Jesús –y a nosotros y nosotras en Él– para ser noticia
buena para los pobres en el cuerpo o en el alma o en ese momento concreto.
¿Hablas, también, en
femenino?
Sí,
y lo hago porque no se puede olvidar que el SARCU somos sacerdotes, sí. Pero
también los acompañantes que velan cada noche, laicos y laicas en su mayoría. Y
también son SARCU los que oran por este servicio, lo publicitan y lo dan a
conocer, así como los sanitarios que –como hemos vivido ya– ofrecen este
servicio a las familias a las que atienden.
¿Y cuál es el balance
que se puede hacer, desde el 15 de mayo que comenzasteis, hasta el día de hoy?
Es
una pregunta complicada. Y es que, desde el principio, como Iglesia tuvimos
claro que el SARCU “triunfaba” (entiéndanse las comillas) por el mero hecho de
existir. El SARCU tiene balance positivo desde el momento en que está ahí, en
que se ofrece gratuitamente como el Evangelio que nos mueve y que gratis hemos
recibido. Nuestro éxito no depende de tener más o menos llamadas o salidas,
porque el éxito –como siempre en el Evangelio de Jesús– es el ser y el darse. Y
eso lo hemos logrado. Junto a eso, es claro que el hacer de estos meses nos
está enseñando cómo mejorar el servicio.
Y la mayoría de las
noches ha habido llamadas…
Sí.
Llamadas que han requerido la presencia física del cura para acompañar los
últimos momentos de una vida, o para atender alguna situación difícil y
violenta. Pero también ha habido llamadas, la mayoría, que se han atendido por
teléfono, con una atención larga y pausada, casi siempre superando la hora de
diálogo. Porque lo que se requería era una escucha, un asesorar, un dar
aliento, un acompañar a alguien que estaba sufriendo en esos momentos por
cualquiera de los tantos y tantos motivos que pueden hacer que nos duela la
vida como sólo la vida sabe doler.
¿La vida duele?
Duele
cuando se toma en serio. Cuando se vive tal y como Dios entiende qué es vivir,
la vida es plenitud, pero plenitud que aún tiene que nacer para el Reino.
Y ese nacer, ¿qué
incluye?
Asumir
el dolor, el propio y el del mundo.
Este camino también
estará siendo un aprendizaje, ¿no?
Estamos
aprendiendo lo que el Señor nos va mostrando en este caminar. Por ejemplo, que
este SARCU madrileño sería bueno que existiera en otras diócesis, porque no son
pocas las llamadas que recibimos de fuera de Madrid. O que tenemos que buscar
la forma, y lo estamos haciendo, de que el SARCU puedan usarlo personas sordas.
O
que hay quien ve en la charla por teléfono una cierta privacidad que le ayuda a
plantear asuntos que, por las razones que sea, le cuesta plantear a un cura
cara a cara (lo que lleva a pensar qué supondría tener el teléfono disponible
las 24 horas, cosa que, por ahora, nos es imposible, pero que quizá pueda dar
pistas para otras acciones). O que, como ya hemos hecho, tengamos un sistema
que, ahora sí a cualquier hora del día, permite activar en segundos a todos los
curas del SARCU ante una emergencia grave y masiva.
En
fin, que es el mismo SARCU el que va haciendo el balance por sí mismo, el que
nos va diciendo en cada noche qué es lo que quiere el Señor de esta acción de
nuestra diócesis.
Y más allá de cuentas,
de estadísticas, de datos y de cifras… Pablo, ¿cuál es el objetivo primordial
de todo esto? ¿Ser reflejo de Jesús y/o verlo en cada una de las personas
necesitadas?
Claro.
Me adelanté algo a esta pregunta cuando al principio hablaba de lo material del
SARCU y de su fondo. El SARCU sólo tiene sentido en la medida en que seamos
capaces de responder a cada llamada con el mismo espíritu (y Espíritu) de
Jesús. Y, especialmente, ser capaces de mirar al dolor humano del mismo modo
que lo miraba y mira el Señor. Y es que nosotros podemos escribir en un folio
qué es urgente y qué no, qué entra dentro del SARCU y qué no. Podemos
escribirlo y debemos escribirlo.
Pero,
a la vez, entendiendo –no con la cabeza, sino con el corazón, con la
misericordia, con la com-pasión, el padecer-con– que cuando a un ser humano le
inunda el dolor, es ese dolor, su dolor, el que manda. Y que quizá ese dolor no
esté en la lista de lo que yo veo urgente. Pero el hecho es que ahí, al otro
lado del teléfono, hay un hombre o una mujer sufriendo. Y, por pura gracia, yo
puedo ser en ese momento el aceite del consuelo y el vino de la esperanza (como
dice una plegaria eucarística) que ese hermano o esa hermana necesita. Eso es
el SARCU.
Y a ti, como sacerdote,
desde el punto de vista más personal y sagrado, ¿qué te aporta estar encarnado
en esta bonita aventura?
Siempre
he entendido mi ser cura como un encargo de la Iglesia para que reúna en la
única mesa de la vida y la única Mesa de la Vida a los muy distintos estados de
vida y carismas que el Espíritu suscita y reúne en cada comunidad que tiene
como centro al que se pone en medio de nosotros dándonos la paz, al mismo
tiempo que nos muestra sus llagas. Desde esa forma de entender y vivir mi
sacerdocio ministerial al servicio del sacerdocio de todo el Pueblo de Dios, el
que haya noches en que deje todo preparado para una posible salida y ponga al
máximo el timbre del teléfono para que no se me escape una llamada, es una
nueva forma de presidir la mesa de la vida y de la Eucaristía.
La noche del SARCU es,
por tanto, más que sagrada…
Esa
noche me toca presidir una mesa cuya puerta queda abierta a los cansados y
agobiados, una mesa en la que, presente toda la comunidad en espíritu, se
sentará a ella alguien que necesita la Palabra que es y da Vida, el Pan que es
Cuerpo entregado para que la vida sea abundante y no tenga fin. Para mí, el
SARCU es ser cura en la Eucaristía de la noche y el dolor, en la carne partida
y la sangre derramada de quien llama y que se me revela como el Cuerpo y la
Sangre de Cristo que yo le daré sacramentalmente o espiritualmente.
¿Qué significan el
silencio y el abrazo en esos momentos de dolor o de desesperación?
Significan
el gesto más estremecedoramente puro del amor incondicional de Dios. Es el
silencio y el abrazo del Crucificado a los crucificados. Hay momentos que estás
acompañando a alguien y se llega a un momento donde ya no hay palabras que
decir, donde ya no valen los consejos, donde lo que digas queda en el vacío. En
esos momentos, sólo cabe decir –no con palabras, sino con la vida– estoy aquí.
Estoy
aquí y no sé detener tu dolor, y no puedo calmar tu llanto, y no hay forma de
arreglar tu situación. Pero estoy aquí. A tu lado. En el silencio de un abrazo,
de una mano en el hombro, de un mirarte a los ojos y hacer que mis manos en tu
hombro o en tu rostro sean, una vez más en la historia, la apuesta hasta la
muerte de todo un Dios por ti, de todo un Dios que confía al Abba su espíritu
cuando ya no caben otras palabras. Yo, el cura, no sé qué decir o hacer. Pero
hay algo que sí sé: ser brazos abiertos del Crucificado a ti, que estás en la
cruz de este momento.
Porque la Iglesia no
puede entenderse ni vivirse sin estar del lado de los necesitados (en
cualquiera de sus acepciones), ¿no?
Naturalmente.
Si Dios ha elegido ser Dios despojándose de su rango y eligiendo ser el
Crucificado, ¿cómo podríamos la Iglesia seguir otro camino? Predicamos al
Resucitado, pero el Resucitado es el Crucificado, el Padre certifica a Jesús
como Señor con el sello de la Vida por su forma de vivir y entregar esa vida por
amor hasta la muerte.
Por
eso, por ese ser “el Crucificado”, Jesús es “el Resucitado”, el Señor de la
historia que encabeza el Reino que ya está y hacia el que, a la vez, marchamos.
La Iglesia somos nada más –¡y nada menos!– que la anticipación y la servidora
de ese reinar de Dios. Reinar en el que el Abba toma parte a favor de los
necesitados (¿Pueden un padre o una madre actuar de otro modo?) y en contra de
quienes oprimen y crean las estructuras que excluyen y descartan a los débiles.
¡Menuda declaración de
un Dios todopoderoso!
Esa
toma de postura de Dios en Jesús es la buena noticia que la Iglesia llevamos en
vasijas de barro y que se nos ha encargado anunciar en la fuerza del Espíritu.
Como bien dices, la Iglesia no puede entenderse sin los necesitados, porque no
puede entenderse al Dios de Jesús sin los necesitados y sin hacerse Él mismo
uno de ellos.
Incluso aunque, a veces,
se produzcan heridas…
Que
habrá heridas es seguro. La cruz no es una posibilidad en la que ojalá tengamos
la mala pata de no caer. La Cruz es el camino. No la cruz como mortificaciones
y penitencias. La cruz que es la Cruz de Jesús, la cruz del dar la vida gratis
y sin medida, a cada momento y en el momento final. La Cruz de ir perdiendo la
vida porque se regala a los otros y las otras, como se reparte un pan, como se
va vaciando una copa de mano en mano. Y, claro, ese dar la vida se realiza con
quienes no tienen vida, con quienes la están perdiendo.
¿Sean quienes sean?
Por
supuesto. Serán majos o no, amables o antipáticos, listos o torpes, capaces de
reconocer a Jesús en cuyo nombre se les acompaña o no. Pero están perdiendo la
vida. Punto. Y porque la están perdiendo, el Abba les pone los primeros de la
lista de su amor y envía sus criados por los caminos para que les traigan al
banquete de bodas más allá de cómo quiera responder cada uno de ellos, más allá
de su carácter, más allá de la persecución que puedan lanzar quienes pisan con
la bota manchada de sangre a quienes se pongan –como el Señor– a favor de
quienes son pisados.
¿Hasta que, al final,
todas las llagas tengan sentido?
Las
heridas del Evangelio son las llagas del Resucitado. Sus heridas nos han
curado, proclamamos el Viernes Santo leyendo a Isaías. Nuestras heridas, hechas
heridas del Señor, son las que curan a nuestros hermanos y hermanas.
Carlos
González García
Fuente:
Alfa y Omega