La fe no es sólo la aceptación de las verdades que Dios nos revela con su autoridad; es también una confianza creciente en el Señor que nos agarra con fuerza en las tempestades de la vida
La
fe y la duda van a menudo de la mano. No son incompatibles. Creemos en Dios y
en el poder de su palabra, pero nos amenaza la duda cuando sentimos su ausencia
o su silencio. Dudamos ante los misterios de la fe, pero se acrecienta la fe
cuando nos fiamos de quién los ha revelado. La fe aniquila la duda, y la duda
nos remite a la fe.
Quien
lea el diario íntimo de Unamuno percibirá el contraste de la actitud creyente y
la incrédula cohabitando y batallando en su alma según se dejase llevar por el
orgullo de la inteligencia o la sencilla humildad de la fe.
Cuando
Jesús se acerca a sus discípulos andando sobre el agua, en una noche de
tormenta, Pedro le pide, para asegurarse de que no es un fantasma, que le mande
ir hacia él caminando también sobre el agua. Jesús le ordena que vaya y Pedro
comienza a andar sobre el lago encrespado, acercándose a Jesús. Pero al sentir
la fuerza del viento, le entró miedo y comenzó a hundirse. ¿Qué ha sucedido
para este cambio radical? La palabra y la autoridad de Jesús son suficientes
para que Pedro, fiándose, comience a caminar sobre el agua.
El
viento y el miedo, es decir, las circunstancias externas y los propios temores
—la duda— minan la confianza puesta en Cristo y la tormenta se acrecienta en el
interior del alma. Es entonces cuando se despierta de nuevo la necesidad de
creer: «Señor, sálvame», grita Pedro al hundirse. Y, dice el evangelio: «Jesús
extendió su mano, lo agarró y le dijo: ¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?».
Comentando
este pasaje, dice magistralmente Orígenes: «Al principio, su deseo de salir al
encuentro de Jesús lo hará caminar sobre las aguas. Pero, estando su fe todavía
poco segura y dudando de sí mismo se dará cuenta de la fuerza del
viento, tendrá miedo y empezará a hundirse. Sin embargo, saldrá de este
peligro porque lanzará a Jesús este gran grito: ¡Señor, sálvame! Entonces,
el Verbo extenderá la mano para socorrerlo, reprochándole su poca fe y sus
dudas».
Esta
escena del evangelio se ha convertido en una imagen perfecta de la vida
cristiana. La fe no es sólo la aceptación de las verdades que Dios nos revela
con su autoridad; es también una confianza creciente en el Señor que nos agarra
con fuerza en las tempestades de la vida. Martin Buber dice que hay dos formas
de fe: la judía y la grecocristiana. Esta última pone el énfasis en tener por
verdaderas determinadas proposiciones; la judía, sin embargo, acentúa la
relación de confianza en Dios como persona.
Es
la postura de Pedro que se fía de Cristo y comienza su andadura sobre el agua.
Y, al gritar que le salve, experimenta que le agarra y evita que se hunda. La
fe cristiana significa «creer algo a alguien»: es confianza en quien habla y
revela la verdad y conlleva la aceptación de lo que dice. La duda amenazará
cualquiera de estos dos polos de la fe: minará la confianza en la persona que
se revela, es decir, Dios y Cristo; o salpicará de escepticismo las
afirmaciones de fe. Por tanto, para creer no basta confesar el Credo, sino
reconocer quién está detrás de los artículos de la fe.
Tampoco
cree plenamente quien se adhiere a Cristo pero rechaza alguna de sus
proposiciones, pasándolas por el filtro de su razón aislada de la fe. La fe
verdadera despeja toda duda. Esta siempre puede amenazarnos, pero la autoridad
de Cristo y la experiencia de su salvación es el mejor antídoto contra la duda.
Por eso, aunque se den juntas, la duda se desvanece ante el acto de fe y
entramos con Cristo en su barca. Como decía el beato Henry Newman: «Si alguno
dice: Sí, ahora, en este momento, yo creo…; pero no puedo prometer que mañana
también creeré, entonces es que tampoco ahora cree».
+
César Franco
Obispo
de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia