Si alguien que tiene el poder de resucitar muertos, él mismo se levanta vivo de entre los muertos, es que es el Dios de la vida y de la muerte
¿Hay prueba más grande de la
divinidad de Jesucristo que su resurrección? Alguien dirá que la resurrección
no es una «prueba» en el sentido empírico del término. Y lleva razón. La resurrección
sucedió en la historia, pero es un acontecimiento metahistórico, es decir,
trasciende la historia.
No hubo testigos del hecho
en sí, nadie vio el momento en que el cuerpo muerto de Cristo sufrió lo que Benedicto
XVI denomina «mutación decisiva», «un salto cualitativo»
que transformó, por la fuerza del Espíritu, el cuerpo muerto de Cristo en
cuerpo resucitado y glorioso.
Hay que añadir, no obstante,
que la resurrección sucedió en la historia y dejó en ella sus huellas, que,
como tales, fueron utilizadas desde el inicio del cristianismo como la «prueba»
de que el Señor había salido de la muerte: me refiero al sepulcro vacío y a las
apariciones del Resucitado. Volveremos algún día sobre esto.
A sabiendas de que la
resurrección pertenece al mundo propio de Dios, Jesús quiso no obstante dar
alguna «prueba» verificable de su condición divina. Por eso nos hacemos la
siguiente pregunta: ¿Puede alguien que no sea Dios resucitar a un muerto? El
evangelio de este domingo quinto de Cuaresma es el de la Resurrección de
Lázaro, narrado por Juan. Jesús, aun conociendo que su amigo está enfermo y que
sus hermanas le piden que acuda a sanarlo, dilata la visita a la familia y
Lázaro muere.
Cuando llega a consolar a
sus hermanas, Lázaro lleva ya cuatro días enterrado. Este dato no es superfluo.
En el judaísmo del tiempo de Jesús, se pensaba que al cuarto día comenzaba la
corrupción del cadáver. De ahí que cuando Jesús manda quitar la losa del
sepulcro, una hermana de Lázaro le dice: «Señor, ya huele mal porque lleva
cuatro días». Jesús, entonces, ora a su Padre y con voz potente gritó: «Lázaro,
sal afuera». «El muerto salió, dice el evangelio, los pies y las manos atados
con vendas y la cara envuelta en un sudario».
El milagro de la
resurrección de Lázaro es la «prueba» con que Jesús ha querido confirmar unas
palabras que dice a Marta, hermana de Lázaro, cuando intenta consolarla por su
pérdida: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya
muerto vivirá; y el que esta vivo y cree en mí, no morirá para siempre» (Jn
11,26). Decir esto es una locura si quien lo dice sólo es un mortal, un
candidato al sepulcro sin retorno. Pero, si aquel que pronuncia estas palabras,
resucita a Lázaro, como resucitó a la hija de Jairo y al hijo de la viuda de
Naín, es que realmente es quien dice: resurrección y vida. No se necesita mucho
raciocinio para probarlo.
Y, si alguien que tiene el
poder de resucitar muertos, él mismo se levanta vivo de entre los muertos, es
que es el Dios de la vida y de la muerte. Entre la resurrección que realiza en
otros y la que opera en sí mismo hay una notable diferencia. Santo Tomas las
distingue como resurrección imperfecta y perfecta. Lázaro, la Hija de Jairo y
el hijo de la viuda de Naín volvieron a esta vida mortal, y tuvieron que morir
de nuevo.
Jesús, por el contrario, resucitó a la vida inmortal, entró para
siempre en el ámbito propio de Dios, rompiendo de modo definitivo los lazos de
la muerte. Por eso, al resucitar y pasar al mundo del Padre, dejó en la
historia la huella de este tránsito, el sepulcro vació, y se mostró vivo a los
que serían testigos de su divinidad.
Es una paradoja que la
resurrección de Cristo fuera la gota que colmó el vaso de la paciencia de sus
enemigos, que, al enterarse de que muchos creían en él por el milagro
realizado, decidieron darle muerte. No sabían que, al hacerlo, se iniciaba una
historia que no tendrá fin porque la Resurrección y la Vida no pueden ser
vencidas por la muerte.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia