He construido mi vida
sobre mí mismo, quisiera la fe
Tengo
claro que nadie se agobia por gusto. Nadie sufre ante el futuro por comodidad.
Cuando uno sufre lo hace por algún motivo verdadero. Porque vive la angustia de
cruces concretas, dolorosas, difíciles. No basta con decirle entonces al que se
agobia: “No te agobies”. Son palabras vacías que no logran acabar con
el agobio.
Yo
no me angustio ante el futuro simplemente por culpa de mi inmadurez. Más bien
la inseguridad que sufro me altera y pierdo la paz. Experimento la fragilidad
de mi fe. Dejo de ver a Dios presente en mi vida. Dejo de creer y me veo
solo. Ya no creo en su poder.
Cada
día de mi vida tiene su afán. Lo sé. Pero yo vivo volcado en el futuro.
Angustiado por lo que viene. Viviendo el presente sin ver una luz al final del
túnel.
Me
ha tocado bendecir muchos matrimonios en los que los novios han escogido este
evangelio. Siempre me ha gustado de forma especial, lo reconozco. Y siempre he
encontrado tan difícil vivirlo con radicalidad. Vivirlo de verdad.
La
santa indiferencia me parece una cima que no logro alcanzar. La verdadera
santidad. Sueño con esa paz feliz frente a todo lo que tengo ante mis ojos,
entre mis manos. Vivir sin agobios el dolor. Vivir la cruz con paz en
el alma.
¿Por
qué me agobio tanto por lo que no puedo controlar? No lo sé. Pero
experimento tantas veces mi debilidad, mi flaqueza, mi falta de fe. Me falta
esa confianza en un Dios que todo lo puede cuando yo no puedo lograrlo.
A
veces vivo mirando al pasado, quejándome o añorando. Otras miro el futuro,
deseando con expectativas que algo cambie, o con incertidumbre, o con miedo. ¿Por
qué tengo miedo? ¿Qué temo perder? Dios va a mi lado, lleva el timón,
me cuida, ha prometido no abandonarme nunca.
Hoy
y no mañana es el momento de vivir. Quiero vivir hoy. Jesús me llama hoy. Me
acompaña hoy. Me da fuerzas hoy. Aun así, sufro y me agobio. Quizás mi yo es
demasiado grande. Mi yo y mis deseos, mis planes, mis proyectos. Demasiado
grande y pesado todo lo que anhelo.
He
construido mi vida sobre mí mismo. Y por eso me agobia perder. Dejar de controlar
la vida. Quiero creer en un Dios que me da paz y me quita los miedos. Y me dice
que la única forma de vivir es en presente, hoy, ahora y vivir confiando.
No
sé llevar a la práctica lo que creo. El otro día leía: “Me sentía culpable
porque comprendía que, aunque había pedido la ayuda de Dios, en realidad
confiaba en mi propia capacidad para evitar el mal y afrontar cualquier
desafío. Llevaba años dedicando mucho tiempo a la oración, había logrado
valorar y agradecer a Dios su providencia y su protección sobre mí y sobre
todos los hombres, pero nunca me había abandonado de verdad. En cierto modo,
siempre había agradecido a Dios no ser como el resto, que me hubiera dotado de
un físico sano, de unos nervios templados y una voluntad fuerte: con esas gracias
físicas concedidas por Dios, continuaría haciendo su voluntad en todo momento y
dando lo mejor de mí mismo”[1].
Tal
vez yo mismo vivo así mi entrega a Dios. Una y otra vez le digo que sí. Que
tomo la cruz en mis manos. Que acepto lo que venga a mi vida sin miedo, con una
confianza plena. Pero una y otra vez me descubro sujetando los hilos de la
vida, las cuerdas que aseguran el timón de mi barca. Para que no vaya donde yo
no quiero ir.
Decía
el padre José Kentenich: “Mi preocupación más grande debe ser vivir cada
segundo infinitamente despreocupado. Esto no es una frivolidad. ¿Por qué?
Porque reafirma la fe de que es el Padre quien empuña el timón de mi vida. En
el rugido de las tempestades y el fragor de los truenos yo pienso tranquilo
como el hijo del barquero: – Mi padre es timonel de la nave: ¡yo nada temo!
Imagínense la escena: en alta mar y en medio de la tormenta, hay una nave
vapuleada por las olas. El niño está en cubierta y mira tranquilo las olas
encrespadas, admirado por su violencia. Así son los niños: mientras sepan que
el padre está en el timón y gobierna la nave, todo estará bien”[2].
Es
la confianza del niño en el poder de su padre. Vive despreocupado. No teme, no
duda. Dios conduce mi barca. Aquí y ahora. Dios es mi padre, el timonel. No
tengo nada que temer si tengo más fe. En medio de las tormentas de mi vida está
Él.
Esa
fe a veces me falta. La fe de los niños confiados. Me gustaría tener esa
confianza en el futuro. Me gustaría vivir sin agobios el presente, como tantos
novios que el día de su boda se encomiendan a la fuerza de este evangelio. El
deseo de vivir confiado. Quieto en la cubierta de mi barca mirando la fuerza de
las olas. Y sabiendo que la nave de mi vida no la guío yo.
Es
un milagro vivir la vida así. Un milagro que me gustaría vivir cada día.
CARLOS PADILLA ESTEBAN
Fuente:
Aleteia