Quien mire a Dios terminará queriendo como él
El
amor a los enemigos es una de las revelaciones más importantes de Cristo. El
Antiguo Testamento prohíbe la venganza y manda amar al prójimo como a uno
mismo, pero se entendía el prójimo como el miembro del pueblo de Israel.
La
conducta con los enemigos se regía por otros cánones. El «ojo por ojo y diente
por diente» justificaba la venganza como se justifica hoy en determinados
credos y culturas.
Amar
a quien me odia o me persigue parece un precepto contra natura. La sed de
venganza habita en el corazón del hombre. Lo vemos a nivel individual y
colectivo. Los jefes de los pueblos responden con muerte a la muerte, con
masacre a la masacre. Y se justifica políticamente. Se entiende incluso como
justicia responder con el mal a quien nos lo hace.
Por
ello, cuando vemos que alguien perdona a quien, por ejemplo, ha asesinado a sus
propios familiares nos invade un estupor de incredulidad. Muchos consideran que
quien actúa así está fuera de sus cabales, y, otros, enmudecen, percibiendo
secretamente que ahí se manifiesta la verdadera fe en Dios.
En
la película de Ingmar Bergman, «el manantial de la doncella», asistimos a un
ritual de venganza sobrecogedor, el de un padre que mata despiadadamente a
quienes han violado y matado a su hija, incluso a un niño inocente que ha
contemplado el crimen. Se trata de un hombre creyente, que deja al margen sus
convicciones para convertirse en juez y verdugo.
San
Francisco de Asís dice en su regla que «Nuestro Señor Jesucristo, de quien
debemos seguir sus huellas, dio el nombre de amigo a aquel que lo
traicionó y se ofreció voluntariamente a los que le iban a crucificar. Así
pues, son nuestros amigos todos los que nos causan injustamente tribulaciones y
angustias, afrentas e injurias, dolores y sufrimientos, martirio y muerte.
Debemos amarlos mucho, ya que los golpes que nos dan nos merecerán la vida
eterna». He aquí el evangelio sin glosas.
El
ejemplo de Cristo constituye, sin duda, el fundamento del amor a los enemigos.
Su primera palabra en la cruz fue rogar por quienes le crucificaban, excusando
su pecado. Y, frente a la reacción de Pedro que saca su espada para defender a
Cristo, le recrimina su comportamiento.
Jesús,
sin embargo, al explicar la exigencia de amar a los enemigos no se pone a sí
mismo de ejemplo. Su ejemplo está más arriba de sí mismo: nos invita a
contemplar al Padre del cielo «que hace salir el sol sobre malos y buenos y
manda la lluvia a justos e injustos». Si amamos a los que nos aman —explica
Jesús— y saludamos solo a nuestros hermanos, ¿qué hacemos de más? ¿qué
diferencia hay entre nosotros y los paganos? La perfección del amor sólo se
halla en Dios. El cristiano tiene el listón del amor en su Padre del cielo.
«Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de
vuestro Padre que está en el cielo».
Y
termina su exhortación con unas palabras que pueden sorprendernos: «Sed
perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto». ¿Acaso es posible ser
perfecto como Dios? Con estas palabras Jesús comenta la ley de santidad del
judaísmo que decía: «seréis santos porque yo, vuestro Dios, soy santo». Jesús
no busca compararnos con Dios, sino dar la razón de una exigencia tan alta de
amar. De ahí que la traducción más exacta de sus palabras sea: «Sed perfectos, porque vuestro
Padre celestial es perfecto». Hablando así nos recuerda que los hijos de Dios
deben aprender a amar mirando al Padre. Sólo así, se asemejarán a él.
El
amor exige contemplación. El idioma ruso tiene una palabra que esclarece lo que
queremos decir. Traducida a nuestra lengua diría: «querer con la mirada». Quien
mire a Dios terminará queriendo como él.
+
César Franco
Obispo
de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia