Si el hombre fallecido
en 1916 pudiera escribir un siglo después... habría podido decir algo así
Querido amigo, hermano mío:
A
los 6 años quedé huérfano de padre y de madre. A los 20, llegó el turno de
marchar a mi abuelo. A medida que avanzaba la vida, el vacío crecía a mi
alrededor. Pero el abandono, el rechazo y el fracaso no tendrían la última
palabra: yo soy la prueba de ello. ¡La vida no termina a los 20 años!
Tengo
dinero, mucho. Organizo fiestas grandiosas y hago correr el vino como una
fuente. Por eso me llaman “el grande”. Sin embargo, incluso en medio de estas fiestas siento un
inmenso vacío. Estoy a un palmo de la desesperación. ¿Te gustan las fiestas, dices? ¡No te
falta razón! ¡Pero prueba a ahondar en aquello que colma de verdad el corazón
del ser humano!
Al observar a los musulmanes rezar se ha despertado en mí el sentido de la trascendencia. No encontramos la fe por nosotros solos, sino que brota por la gracia de Dios en contacto con los demás, por los caminos más inesperados.
Mis dudas me persiguieron mucho tiempo y
mi angustia existencial fue duradera. Me decía: “Dios
mío, si existes, permite que te conozca”. Quise plantearle unas preguntas a un sacerdote, que me
pidió por primera vez que me confesara. Este fue el punto de partida de mi conversión: hay que usar gestos propios de la fe
para encontrar la fe. Tú también, has de arrodillarte si quieres vivir de pie.
Mi
destino patina. Convertido a los 28 años, me piden esperar tres años antes de
convertirme en religioso. Lo intento en la abadía trapense de Ardèche, pero busco una vida más radical. Parto hacia
Siria. Luego hacia Tierra Santa. Me convierto en jardinero de las clarisas
de Nazaret, pero me encuentran poco capacitado para esos trabajos.
Duermo
en un cobertizo para herramientas, sobre un banco con una piedra por almohada.
Me digo que haría bien haciéndome sacerdote. Me
gustaría llevar a Cristo a Marruecos, y finalmente me instalo en Argelia. Ya
ves, la santidad no es lineal, ni fácil… Quiero ser el hermano mayor de los que
dudan, vacilan, titubean.
Mi gran intuición es la de asumir el
último lugar, como
el de Jesús de Nazaret durante sus treinta años de silencio y trabajo: “No
puedo atravesar la vida en primera clase cuando Aquel a quien amo la atravesó
en la última”.
Muchos
de nuestros contemporáneos, numerosas personas vulnerables en particular, este
último lugar lo viven de forma forzada. En mi caso, a imagen de mi Maestro, lo
he escogido. Tomé la alocada decisión de ser el último de mi promoción militar
en Saint-Cyr, ¡pero incluso ahí fracasé! Descubrí que este desafío ganaba en
nobleza si era en un sentido espiritual.
A
pesar de mis peregrinaciones a Tierra Santa y al Magreb, la abadía sigue siendo una madre para mí,
y el obispo de Viviers, un padre. Vivo completamente centrado en la Eucaristía: “¡Es Jesús, todo es Jesús!”. Que tu vida esté unida a una comunidad
religiosa y a una parroquia, a una diócesis, a amigos felices con los que
celebrar juntos.
“Quiero
habituar a todos estos habitantes, cristianos, musulmanes, judíos e idólatras,
a mirarme como su hermano, el hermano universal”. Los nativos comienzan a saber
que los pobres tienen un hermano. Sueño
con una pequeña fraternidad “de oración y de hospitalidad que irradie una
piedad tal que todo el lugar se sienta iluminado y animado por ella”.
Pero
no sueñes con un gran éxito. No esperes levantar un ejército, sino buscar la
transformación de la noche soplando las humildes brasas, capaces de iluminar y
calentar todo nuestro valle de lágrimas.
He
escrito una regla de fraternidad, pero no recibí ni una vocación. Soy
consciente de que celebro
la misa todos los días en Tamanrasset desde hace 10 años, pero nunca he
conseguido un solo converso. Desde el punto de vista humano, es un fracaso
total.
No obstante, cien años después de mi
muerte veo, desde el cielo, centenares de religiosos, miles de laicos por el
mundo que viven según yo vivía, en la escuela del último lugar.
Ya
ves, no hay que aspirar a ser la hiedra impaciente ni la parra silvestre
conquistadora, sino más bien el tranquilo roble, el humilde tilo, y más aún el
grano de trigo, que si “no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere,
lleva mucho fruto” (Jn
12: 24)
La
amistad tiene un precio: ¡la Vida! Morí asesinado hace 100 años. Una realidad
para la que estaba listo: “Vive hoy como si debieras morir mártir esta misa
noche”, había escrito. Dejo tras de mí un pequeño fuerte en la arena, la sotana
blanca manchada del color del sagrado corazón que ostentaba, algunas cartas…
Dejo sobre todo mi último lugar, el que tanto amé. Y algunos amigos por el
mundo. ¿Y tú?
Por Pierre Durieux