Ha aparecido, dice san Pablo, la bondad de Dios y su amor por el hombre. El Verbo se ha hecho carne
Quien lea por primera vez este
prólogo no sabe de quién habla el evangelista, ignora quién es el misterioso
ser del que se dicen verdades sorprendentes: por su medio se ha hecho todo; en
él está la Vida; es la Luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este
mundo; ha sido rechazado por los suyos, pero tiene poder para hacer de cuantos
le acogen hijos de Dios.
¿Quién
es este Verbo? Si seguimos leyendo el prólogo, aprendemos que en un momento
determinado se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros; y se dice que es el
Hijo único de Dios.
Y quien escribe esto afirma incluso que él, junto con otros testigos, han contemplado su gloria y lo han visto lleno de gracia y de verdad. Finalmente, para más asombro, se afirma que este Verbo, Hijo de Dios, se llama Jesucristo, que ha venido precisamente a revelar, es decir, a explicar y dar a conocer a Dios, a quien nadie ha visto jamás.
Y quien escribe esto afirma incluso que él, junto con otros testigos, han contemplado su gloria y lo han visto lleno de gracia y de verdad. Finalmente, para más asombro, se afirma que este Verbo, Hijo de Dios, se llama Jesucristo, que ha venido precisamente a revelar, es decir, a explicar y dar a conocer a Dios, a quien nadie ha visto jamás.
Esto
es la Navidad: Dios rompe su misterio, su inmenso silencio, para darnos su
Verbo eterno y mostrarnos el rostro visible del Dios invisible. Dios, dice
Ratzinger, se
ha mediado en Cristo. Ha querido explicarse a sí mismo mediante el único
que conoce todo de él porque desde siempre, antes de todos los siglos, estaba
junto a él, le hablaba, le conocía, le amaba infinitamente. El autor del
prólogo, que parte de la eternidad de Dios, desciende hasta la historia concreta
de su tiempo para decir que el Verbo se ha hecho carne, es decir, medida
humana, tiempo y espacio, fragilidad y muerte, para compartir con los hombres
su destino y ser el consuelo del que habló Isaías a quienes estaban postrados
en las tinieblas y sombras de la muerte.
Dios
ha salido de sí y nos ha entregado al Hijo de sus entrañas infinitas, al
inmortal y creador con él de todo lo visible e invisible. Se trata de
Jesucristo, al que adoramos hoy en la pequeñez y fragilidad de un niño. Dios
hecho niño, fajado con pañales, colocado en un pesebre, sobrecogiendo al
universo con su silencio y con su llanto.
En
su origen, este magnífico himno se escribió para los miembros del pueblo de
Israel. Por eso su autor dice que la Ley se nos dio por medio de Moisés. La
gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. La Ley mosaica venía de
Dios. Pero sólo era Ley. Para salvarse había que cumplirla. Ahora es distinto:
hay que acoger al que Dios envía: su Verbo vivo, su Palabra creadora y
comunicadora de vida. Ha pasado el tiempo de la Ley para dar paso al tiempo de
la gracia y la verdad. También la Ley participaba de esa verdad y gracia, pero
no podía ofrecerla en plenitud.
Sólo
el Hijo de Dios podía tender el puente entre el misterio insondable de Dios y
la concreta historia del hombre, de cada hombre, de todo hombre. Sólo el Hijo
podía revelarnos al que le había engendrado desde toda la eternidad: el Padre.
Este es el misterio de la Navidad, ante el cual sólo cabe asombro, adoración,
silencio. El mismo silencio que trae el Niño de Belén en el acatamiento de la
voluntad de su Padre. Y sólo cabe acogerlo con infinito gozo, porque en él
reside la luz y vida de los hombres.
La oscuridad sobre el destino de la
humanidad y del cosmos ha sido quebrada para siempre por la Luz eterna que da
sentido a la creación y a la historia de los hombres. Ha aparecido, dice san
Pablo, la bondad de Dios y su amor por el hombre. El Verbo se ha hecho carne.
+
César Franco
Obispo
de Segovia
Fuente: Diócesis de Segovia