Homilía de la misa de Nochebuena 2016 – Texto completo
El papa Francisco presidió este sábado
por la noche la misa de Nochebuena en la basílica de San Pedro. En la homilía
el Santo Padre ha señalado que “el Niño que nace nos interpela: nos llama
a dejar los engaños de lo efímero para ir a lo esencial”.
Invitó así
a dejarnos interpelar por el Niño en el pesebre, pero también por los niños que
hoy están en u refugio subterráneo para escapar de los bombardeos, sobre
las veredas de una gran ciudad, en el fondo de una barcaza repleta de
emigrantes, por los niños a los que no se les deja nacer, por los que lloran
porque nadie les sacia su hambre, por los que no tienen en sus manos juguetes,
sino armas.
“Entremos
–dijo el Papa– en la verdadera Navidad con los pastores, llevemos a Jesús
lo que somos, nuestras marginaciones, nuestras heridas no curadas. Así, en
Jesús, saborearemos el verdadero espíritu de Navidad: la belleza de ser amados
por Dios”.
Texto completo
«Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres» (Tt 2, 11).
Las palabras del apóstol Pablo manifiestan el misterio de esta noche santa: ha aparecido la gracia de Dios, su regalo gratuito; en el Niño que se nos ha dado se hace concreto el amor de Dios para con nosotros.
Es una noche de gloria, esa gloria proclamada por los ángeles en Belén y también por nosotros hoy en todo el mundo. Es una noche de alegría, porque desde hoy y para siempre Dios, el Eterno, el Infinito, es Dios con nosotros: no está lejos, no debemos buscarlo en las órbitas celestes o en una idea mística; es cercano, se ha hecho hombre y no se cansará jamás de nuestra humanidad, que ha hecho suya.
Es una
noche de luz: esa luz que, según la profecía de Isaías (cf. 9, 1), iluminará a
quien camina en tierras de tinieblas, ha aparecido y ha envuelto a los pastores
de Belén (cf. Lc 2,9). Los pastores descubren sencillamente que «un niño nos ha
nacido» (Is 9,5) y comprenden que toda esta gloria, toda esta alegría, toda
esta luz se concentra en un único punto, en ese signo que el ángel les ha
indicado: «Encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre»
(Lc 2, 12).
Este es el
signo de siempre para encontrar a Jesús. No sólo entonces, sino también hoy. Si
queremos celebrar la verdadera Navidad, contemplemos este signo: la sencillez
frágil de un niño recién nacido, la dulzura al verlo recostado, la ternura de
los pañales que lo cubren. Allí está Dios.
Con este
signo, el Evangelio nos revela una paradoja: habla del emperador, del
gobernador, de los grandes de aquel tiempo, pero Dios no se hace presente allí;
no aparece en la sala noble de un palacio real, sino en la pobreza de un
establo; no en los fastos de la apariencia, sino en la sencillez de la vida; no
en el poder, sino en una pequeñez que sorprende. Y para encontrarlo hay que ir
allí, donde él está: es necesario reclinarse, abajarse, hacerse pequeño.
El Niño que
nace nos interpela: nos llama a dejar los engaños de lo efímero para ir a lo
esencial, a renunciar a nuestras pretensiones insaciables, a abandonar las
insatisfacciones permanentes y la tristeza ante cualquier cosa que siempre nos
faltará. Nos hará bien dejar estas cosas para encontrar de nuevo en la
sencillez del Niño Dios la paz, la alegría, el sentido de la vida.
Dejémonos
interpelar por el Niño en el pesebre, pero dejémonos interpelar también por los
niños que, hoy, no están recostados en una cuna ni acariciados por el afecto de
una madre ni de un padre, sino que yacen en los escuálidos «pesebres donde se
devora su dignidad»: en el refugio subterráneo para escapar de los bombardeos,
sobre las aceras de una gran ciudad, en el fondo de una barcaza repleta de
emigrantes.
Dejémonos
interpelar por los niños a los que no se les deja nacer, por los que lloran
porque nadie les sacia su hambre, por los que no tienen en sus manos juguetes,
sino armas.
El misterio
de la Navidad, que es luz y alegría, interpela y golpea, porque es al mismo
tiempo un misterio de esperanza y de tristeza. Lleva consigo un sabor de
tristeza, porque el amor no ha sido acogido, la vida es descartada.
Así sucedió
a José y a María, que encontraron las puertas cerradas y pusieron a Jesús en un
pesebre, «porque no tenían [para ellos] sitio en la posada» (v. 7): Jesús nace
rechazado por algunos y en la indiferencia de la mayoría. También hoy puede
darse la misma indiferencia, cuando Navidad es una fiesta donde los
protagonistas somos nosotros en vez de él; cuando las luces del comercio
arrinconan en la sombra la luz de Dios; cuando nos afanamos por los regalos y
permanecemos insensibles ante quien está marginado.
Pero la
Navidad tiene sobre todo un sabor de esperanza porque, a pesar de nuestras
tinieblas, la luz de Dios resplandece. Su luz suave no da miedo; Dios,
enamorado de nosotros, nos atrae con su ternura, naciendo pobre y frágil en
medio de nosotros, como uno más.
Nace en
Belén, que significa «casa del pan». Parece que nos quiere decir que nace como
pan para nosotros; viene a la vida para darnos su vida; viene a nuestro mundo
para traernos su amor. No viene a devorar y a mandar, sino a nutrir y servir.
De este modo hay una línea directa que une el pesebre y la cruz, donde Jesús
será pan partido: es la línea directa del amor que se da y nos salva, que da
luz a nuestra vida, paz a nuestros corazones.
Lo
entendieron, en esa noche, los pastores, que estaban entre los marginados de
entonces. Pero ninguno está marginado a los ojos de Dios y fueron justamente
ellos los invitados a la Navidad.
Quien
estaba seguro de sí mismo, autosuficiente se quedó en casa entre sus cosas; los
pastores en cambio «fueron corriendo de prisa» (cf. Lc 2, 16). También nosotros
dejémonos interpelar y convocar en esta noche por Jesús, vayamos a él con
confianza, desde aquello en lo que nos sentimos marginados, desde nuestros
límites.
Dejémonos
tocar por la ternura que salva. Acerquémonos a Dios que se hace cercano,
detengámonos a mirar el pesebre, imaginemos el nacimiento de Jesús: la luz y la
paz, la pobreza absoluta y el rechazo.
Entremos en
la verdadera Navidad con los pastores, llevemos a Jesús lo que somos, nuestras
marginaciones, nuestras heridas no curadas. Así, en Jesús, saborearemos el
verdadero espíritu de Navidad: la belleza de ser amados por Dios.
Con María y
José quedémonos ante el pesebre, ante Jesús que nace como pan para mi vida.
Contemplando su amor humilde e infinito, digámosle gracias: gracias, porque has
hecho todo esto por mí.
Fuente: Zenit