Eucaristía y muerte
En dos sentidos quiero enfocar mi reflexión: primero,
la Eucaristía es prenda de inmortalidad; y segundo, en cada Eucaristía yo debo
también morir con Cristo a mis tendencias malas para resucitar con Él a una
vida nueva.
Primero, la Eucaristía es prenda de
inmortalidad.
Nadie quiere morir. Todos queremos vivir. Por eso el
hombre huye de la muerte. Es un instinto que tenemos.
La historia del hombre está definida y determinada por
un comienzo y un fin. Lo mismo que el mundo, el hombre se comprende si
examinamos su origen y su fin. Esta peregrinación debe tener un sentido que
sólo se alcanza a la luz de la fe. “Mientras toda imaginación fracasa ante
la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el
hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las
fronteras de la miseria terrestre” (Gaudium et spes, 49).
La muerte no admite excepciones: todos hemos de morir,
pues todos nacimos manchados con el pecado original, autor de la muerte, como
nos dice la carta a los Romanos 5, 12. Y un día nos tocará a nosotros, pues “lo
mismo muere el justo y el impío, el bueno y el mal, el limpio y el sucio, el
que ofrece sacrificios y el que no. La misma muerte corre para el bueno que
para el que peca. El que jura, lo mismo que el que teme el juramento. De igual
modo se reducen a pavesas y a cenizas hombres y animales” (San Jerónimo,
Epístola 39). Todo acabará: cada cosa a su hora.
Pero el hombre se resiste a morir. No quiere morir.
A este deseo profundo de vivir siempre y eternamente
ha venido a dar respuesta la Eucaristía. Cristo nos dijo: “El que coma mi
carne vivirá para siempre y no morirá”.
La Eucaristía es prenda de inmortalidad. Quien comulga
aquí en la tierra está ya alimentándose con el germen de la vida eterna. Su
alma, que ya desde su creación Dios hizo inmortal, con la comunión se hace más
transparente, más limpia, más fuerte, más brillante, para gozar de la eternidad
de Dios cuando se tenga que separar del cuerpo con la muerte temporal.
Segundo, en cada Eucaristía yo tengo
que morir a mí mismo.
Cristo instituyó la Eucaristía la víspera de su
muerte, en la noche en que se entregó. Por eso, a la santa Misa se le llama con
toda propiedad Santo Sacrificio, porque ahí Cristo renueva su sacrificio en la
cruz, aunque de manera incruenta. Cristo vuelve a morir por la humanidad.
Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este
cáliz, anunciamos la muerte del Señor hasta que él vuelva, nos dice san Pablo
en 1 Corintios 11, 26.
Muerte mística de Cristo. En cuántas iglesias podemos
percibir esta realidad. Ese altar es una tumba que encierra huesos de mártires.
Encima preside una cruz, alumbrada con una lámpara, como en las tumbas.
Envuelve la Santa Hostia el Corporal, nuevo sudario. Cuántas casullas que el
sacerdote se pone al celebrar la santa Misa tienen por delante y por atrás el
signo de la cruz, símbolo de la muerte. Todo nos recuerda a ese Cordero
inmolado por nuestros pecados y para nuestra salvación.
Y en la comunión consumimos ese sacrificio de Cristo,
y con su muerte Él nos da su vida divina.
¿Por qué quiso Cristo establecer una relación tan
íntima entre el sacramento de la Eucaristía y su muerte?
Primero, para recordarnos el precio que le costó su
sacramento. La Eucaristía es el fruto de la muerte de Jesús. La Eucaristía es
un testamento, un legado, que sólo tiene efecto por la muerte del testador.
Jesús necesitó morir para convalidar su testamento.
Segundo, para volvernos a decir incesantemente cuáles
deben ser los efectos de la Eucaristía en nosotros. En primer lugar, nos debe
hacernos morir al pecado y a las inclinaciones viciosas; en segundo lugar,
morir al mundo, crucificándonos con Jesús y exclamando con san Pablo: “Para mí
el mundo está crucificado y yo para el mundo”. Finalmente, morir a nosotros
mismos, a nuestros gustos, deseos y sentidos, para revestirnos de Jesús de tal
forma que Él viva en nosotros y que nosotros seamos apenas sus miembros, dóciles
a su Voluntad.
En tercer lugar, Cristo quiso establecer una relación
íntima entre la Eucaristía y su muerte para hacernos partícipes de su
resurrección gloriosa. Cristo mismo como que “se siembra él mismo” en nosotros
con la comunión. Al Espíritu Santo cabe reanimar ese germen y darnos nuevamente
la vida, Vida gloriosa que nunca tendrá fin.
Aquí están algunas de las razones que llevaron a
Cristo a envolver en insignias de muerte este sacramento de la Eucaristía,
sacramento de Vida verdadera, sacramento donde reina glorioso y triunfa su
amor.
Cristo quiso ponernos incesantemente sobre los ojos
cuánto le costamos y cuánto debemos hacer para corresponder a su amor.
Terminemos diciendo con toda la Iglesia: “Oh Dios,
que en este sacramento admirable nos dejaste el Memorial de tu Pasión,
concédenos venerar de tal modo los sagrados misterios de tu Cuerpo y Sangre,
que experimentemos constantemente en nosotros los frutos de tu Redención. Amén”.
Por: P. Antonio Rivero LC