Está en tu mano...
Me gusta pensar que Dios me
quiere a mí como soy. Tal como soy. Me quiere santo a mi manera, según mi forma
de ser. Con mis pasiones y tensiones. Con mis defectos y mis límites. Desde mi
verdad más honda. Dios no quiere que imite y yo a veces me empeño en seguir a
otros, en actuar como otros, en pensar como piensan otros.
El padre José Kentenich me
habla del peligro de simplemente imitar a los santos: “Ni siquiera el revivir la vida de los
santos está al resguardo de suscitar el desarrollo de un impersonalismo, de
criar esclavos, borregos, no personalidades vigorosas”.
Quiero ser santo desde mi
originalidad, desde lo que soy. Con vigor, sin frenos. Y desde ahí, anclado en
Dios, plasmar el mundo que Dios pone a mis pies en
la fuerza de su Espíritu.
Y también decía: “El santo de la vida diaria es el hombre
que, a partir de una actitud sobrenatural, tiene un logrado dominio sobre la
vida cotidiana habitual”. Dominar
mi vida desde Dios.
¿Domino yo mi vida o la vida
me acaba dominando? Quiero vivir plenamente desde lo que yo soy. Quiero decidir
yo, actuar yo, optar yo. Desde lo que soy.
Dios me quiere tal como me ha
creado. Respeta mi camino original. No quiere que sea como otros. Dios me llama
desde lo que soy. Y me pide que le dé lo que tengo, lo que he recibido, lo que
he conquistado. Y convierte mi agua en vino, mi torpeza en fuente, mi debilidad
en su fuego.
Lo he visto tantas veces en
mi propia vida… Cuando
soy débil en Él, soy fuerte. Eso siempre me da paz y me
conforta. Me sostiene y me llena de esperanza. Puede hacer milagros con mi vida
si yo le dejo entrar. Si pronuncio mi sí. Si me abandono en sus manos.
Cuando me dejo encontrar por
Él en medio de mi vida, de mi camino. En lo cotidiano, cuando menos lo espero.
Ese encuentro que cambia mi vida.
Por eso me gustan los
encuentros de Jesús con personas en el Evangelio. Esos encuentros en los que
mira a los hombres en su belleza interior. En medio del camino, en lo alto de
un árbol, arrodillados a sus pies.
Los ama en lo que son, en
medio de su vida cotidiana. Le importa lo que sucede en su corazón. Se
conmueve, tiembla. Abraza, consuela. Levanta, da esperanza. Mira en silencio,
sostiene su debilidad. Y tras
encontrarse con Jesús, sus vidas cambian para siempre.
Como la mía cuando me
encontré con Él en el camino. Cuando me llamó por mi nombre. Ese nombre que ni
yo mismo sabía. Y me vio como soy. Y me dijo cómo era. Y le creí. Y entonces
comencé a seguir sus pasos.
Por eso me gusta detenerme en el milagro de Dios
en el corazón de cada hombre. En mi propia vida. Jesús y yo nos
vamos encontrando en la vida. Nos buscamos, a veces yo voy delante y Él me
sigue. A veces yo le persigo y Él marca mis huellas.
Y algunas veces, las tengo
marcadas en mi alma y en mi historia, nos alcanzamos. Y todo cambia. Se subió a
mi barca un día y todo fue diferente. Le dije que sí entre lágrimas. Sin
entender demasiado. Sí a lo que Él quisiera. Sí a dónde Él fuera. Y seguí
anclado en su tierra, en su vida. Porque así es Jesús cuando se detiene ante
mí, ante los hombres.
Me conmovió su mirada. Y me
tocaron sus palabras. Desde entonces me acostumbré a ir a su paso.
Pero es verdad que no todo el
que se encuentra con Jesús cambia de vida. Jesús curó a muchos, pero no a todos
les cambió la vida esa curación. Habló a muchos, pero sólo unos cuantos lo
siguieron y comenzaron a vivir de otra forma.
Juega un papel la libertad humana. Jesús necesita que yo quiera
estar con Él para siempre. No todo el que se encuentra con Jesús cambia. No
todo el que conoce a hombres santos quiere ser santo. Hace falta un sí del
alma. Un sí fiel y continuado. Un sí sostenido en el tiempo. Un sí robusto y
alegre.
¿Qué me ha sucedido a mí a lo
largo de mi vida? Cada encuentro con Él me ayuda a crecer en la conversión de
mi corazón. No basta un solo encuentro. Necesito
volver a empezar cada día. Si no sucede, si no me cambia por
dentro, todo se queda en un cambio superficial.
Es verdad que puedo hablar de
Él, cumplir sus preceptos, predicar con pasión. Puedo vivir en la Iglesia, pero
sólo le seguiré de lejos. Todo se
juega en el encuentro frente a frente. Dios y yo. Le digo que sí. Le sigo. Lo amo.
Fuente: Aleteia