Cuando veas que tu capacidad de soportar el dolor y
la angustia es muy poca, cree y confía en Dios
Quiero aprender a confiar en la promesa de
Dios en mi vida. Hoy escucho: “La fe es
seguridad de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve”. A veces no creo en todo lo que
puedo llegar a ser. Me gustaría confiar más en el poder de Dios.
Decía
san Alfonso María de Ligorio: “No se
puede honrar de mejor manera a Dios, nuestro Padre, que a través de una
confianza sin límites”. Yo
veo límites en todo. En mis fuerzas, en mi entrega, en mi fe. Una confianza sin límites me parece
imposible.
Creo
hasta un límite, confío hasta un límite, espero hasta un límite. Tengo un freno
puesto en mi corazón. No me entrego sin límites. No sé amar sin límites. Me lo
repito una y otra vez. Lo quiero, lo deseo.
El
otro día me detuve en una escena de la película Killing Jesús. Era el momento de la flagelación de
Jesús. Al otro lado de la puerta Pedro, y su Madre y otros discípulos seguían
conmovidos la escena. A cada latigazo gritaban. Querían que todo se detuviera.
Yo
también. No soportaba su dolor. Y menos su muerte. Me volví a dar cuenta. Mi capacidad de soportar el dolor y la
angustia es muy poca. El umbral de mi tolerancia es demasiado bajo.
En seguida noto el dolor.
Sentí entonces que mi confianza en Dios
tenía un límite. Como
la de Pedro que volvía su cabeza para no ver tanto dolor. Porque no podía
soportar ver sufrir al Maestro. Como me pasa a mí ante el dolor de los que
quiero. O ante mi propio dolor.
Me gustaría confiar más en su inagotable
fuente de gracias. En su mano sosteniéndome en la cruz. A Jesús vuelvo la mirada cuando sufro. Quiero creer sin límites, esperar sin
límites. Eso tiene que ser un milagro de Dios, una obra del
Espíritu que transforma y ensancha mi corazón. Si no es así no me lo explico.
Me gustaría creer más en mis capacidades. Y ver que
hay salida donde aparentemente no se puede hacer nada.
Pienso
en una película de dibujos, Buscando a Dori. El protagonista es un pez con
problemas de memoria a corto plazo. Eso complicaba mucho las decisiones que
tomaba. Porque las olvidaba pronto. Pero tenía un gran don. Allí donde parecía
imposible encontrar un camino, este pez creía, confiaba y al final encontraba
la salida. Se trataba entonces de actuar como lo haría Dori.
Me
hizo pensar. En mi vida hay personas como Dori. Tienen un don, saben actuar en
todos los momentos de su vida. Saben tomar decisiones y mantenerse firmes
cuando todo parece perdido. Saben elegir, no sé bien cómo, el camino correcto.
Pienso
en estas personas que Dios ha puesto en mi vida y me pongo manos a la obra.
Quiero actuar como actúan ellas. Quiero decidir como ellas decidirían si
estuvieran conmigo. Este planteamiento me lo he hecho muchas veces mirando a
Dios, a María, a Jesús. Pero también mirándolos a ellos.
¿Qué haría tal persona en mi lugar? Y
decido. Me ayuda su
forma de decidir, de actuar. Y entonces confío más y creo en lo que parece
imposible. Descubro
puertas nuevas escondidas y me conmuevo al pensar que puedo atravesarlas si
creo más, si confío más.
Quiero creer más en mis capacidades y en
mis talentos. Porque
Dios ha puesto en mí muchos talentos. Y yo a veces no creo en ellos, no creo en
mí, porque tampoco creo tanto en Dios y en su poder.
Dios
me dice al oído que no tema porque está conmigo. Soy su pequeño rebaño. Su
ternura me desborda. La ternura de Dios derramada en Jesús. La ternura de Dios
es un tesoro que un día descubrí, y me cambió.
A veces los cristianos somos tan fríos, tan
juzgadores, tan normativos. Quiero vivir sin temer y diciéndole también a cada
hombre que no tema.
Porque Dios me ha dado ya su reino para que tenga vida, para que tenga poder.
Me
ha dado la vida eterna, que tantas veces desperdicio por los caminos, para que
confíe de forma ilimitada. Me ha dado la plenitud que no encuentro en las cosas
para que no me encadene en placeres pasajeros.
No quiero temer al mirar mi vida. Pero temo
muy a menudo. Temo
perder la vida. Temo no hacerlo todo bien.
Una
chica joven me decía que temía estropear su noviazgo. Que temía hacerlo mal
amando bien. Quería amar de forma perfecta y le dolía confundirse. Y pensaba
yo. ¡Qué vano es mi intento de hacerlo todo
perfecto!
No
puedo imitar a Jesús. Siempre gana Él. No puedo superarle, siempre estoy detrás
siguiendo sus pasos. Él no me sigue a mí. Soy yo a Él. Por eso a veces pongo el acento en el lugar
equivocado. Lo pongo en mí. En mis fuerzas, en mis capacidades.
No
quiero confundirme, no quiero hacerlo mal, no quiero pecar. Y cargo en mí la
culpa de cada caída, el peso de cada error. Quiero
creer más en Dios y no buscar tanto una perfección que no existe. No quiero ser perfecto, ni vivir
temiendo, con miedo a arriesgar, calculando, guardando.
A
veces busco sucedáneos que calmen mi sed. Son pequeñas cosas de cada día. No me
exigen saltos audaces. Los encuentro a la altura de mi mirada. Pero la sed se
calma sólo un instante y vuelve pronto, con más fuerza, de nuevo.
Tal
vez necesito cambiar mi mirada sobre mi vida, sobre mis talentos, sobre Dios.
Ahí es nada.
Decía
el padre José Kentenich: “La
educación para la alegría debe consistir en tocar el sufrimiento con una vara mágica,
transformándolo en alegría. Si no se consigue eso, no se alcanza el objetivo de la
educación para la alegría. Si yo estoy poseído del amor de Dios y sé que todo
es expresión de su amor, tomaré posesión de la vara mágica con la que estaré
capacitado para transformar todos los acontecimientos en fuentes de alegría”.
El
poder de transformar la realidad con la fuerza de mi corazón. Todo me lleva a
agradecer y a no temer por lo que voy viviendo. Es un milagro. Pero sé que Dios
puede hacer conmigo grandes milagros si me dejo hacer, si confío sin límites.
Fuente: Aleteia