¡Descéntrate!
La misión común nos hace hermanos. No
estoy sólo con mis deficiencias en medio de una mies que no abarco. Estoy junto
a muchos en una Iglesia inmensa. Una Iglesia en la que nos tendemos las manos
unos a otros.
Decía el padre
José Kentenich hace cincuenta años: “Creo
que deberíamos aprovechar la oportunidad de dar un sí de corazón a nuestra
misión personal, a la misión de los diferentes miembros y de las diferentes
comunidades. Nos tendemos mutuamente la mano y somos conscientes de que no
conocemos solo una Alianza de Amor con la Virgen, sino que también conocemos
una Alianza de Amor entre nosotros”.
Somos parte de una misma familia. Nos aceptamos y queremos
en nuestras diferencias. Cada uno tiene un tesoro que aportar, algo propio, algo original. Por eso hoy
renuevo mi sí a mi misión original.
Decía el Padre
Kentenich: “Quien tiene una misión ha de cumplirla,
aunque conduzca al abismo más profundo y oscuro, aunque un salto mortal siga a
otro”. Quiero
renovar el sí a mi misión. ¿Cuál esa misión a la que Dios me llama?
Me gustaría saber
en qué consiste cada día. Saber qué pasos tengo que dar. Hacia dónde camino.
Una misión que me exige dar un salto audaz de confianza.
Quien tiene una
misión ha de cumplirla. Esa frase me conmueve. Tengo una misión. No puedo dejar de poner mi vida a
disposición de Dios.
A veces creo que pongo el peso de la misión en mí más que en
Dios. Pongo el acento en mis fuerzas, en mi
voluntad, en mi capacidad, en mis talentos, más que en su gracia, más que en la
fuerza del Espíritu Santo. Confío más en mí que en Dios.
Es como si yo
fuera el centro de la misión y Jesús tan sólo esa fuerza lateral que necesito
para caminar cuando yo ya no puedo más y caigo rendido al final del día.
Me resuenan estas
palabras que leí hace poco: “Hasta
ese momento, mis manos habían sujetado las riendas de cualquier decisión, de
cualquier acción y esfuerzo. Mi misión consistía en ‘cooperar’ con su gracia, involucrarme hasta el fin en la obra de la
salvación. La voluntad de Dios estaba oculta ‘ahí fuera’, en algún lugar, pero era
clara e inconfundible. Mi misión –la misión del hombre–era descubrirla y
conformarme a ella, trabajando para alcanzar los fines de su divina
providencia. Yo –el hombre–seguía siendo básicamente el dueño de mi propio
destino. La perfección consistía simplemente en aprender a descubrir la
voluntad de Dios en cualquier circunstancia y dedicar todos mis esfuerzos a
hacer lo que debía hacer”.
Me empeño en
escuchar la voz de Dios y ponerme en camino. Descifro los signos de Dios en
medio de la noche. Y actúo en la vida como si todo dependiera de mí y no de Él.
Como si la misión fuera obra de mis manos. Como si la mies no fuera de Dios. Actúo casi sin contar con Él.
Pero de repente veo que no puedo. Tropiezo, caigo, me encuentro solo,
pierdo la fuerza y la pasión y descubro que no he sido capaz de lograr mis
metas. Vuelvo la mirada a Jesús. Él es el
centro. Es su misión y no la mía. Su mies y no la mía.
Pero yo pienso
sólo en mí y en mis logros, en mis aciertos y en mis fracasos. Me hundo o me
alegro pensando en mí. Quiero
cambiar mi mirada. Le pido que me dé un corazón nuevo para mirarlo a Él desde
mi pobreza y comprender que Él tiene que estar en el centro.
Necesito descentrarme. Quiero confiar más en su poder. Yo me pongo en camino, a su lado. Me
ofrezco. Le entrego mi vida. Pero Él
lleva las riendas. Le
entrego los años que me queden.
Le digo que estoy
dispuesto a darlo todo, a dar mi tiempo, mi amor, mis fuerzas. Me hace falta más humildad para
comprender mi lugar en la misión de Dios: “La humildad no es ni más ni menos que
saber el sitio que ocupamos ante Dios”.
Humildad para
ponerme en mi lugar y entender que soy pobre y necesitado. Y que Dios hace
posible lo imposible. No quiero huir de lo que Dios me pide, no quiero dejar de
lado mi misión. La tomo en mis manos. Me abro a su gracia.
Él conduce mi
vida y yo me sumo. Yo
camino con Él. Yo le entrego lo poco que tengo. Él ya hará los milagros.
Fuente: Aleteia