Este es el gran
secreto: rezar por nuestros enemigos nos cambia a nosotros, no a ellos
¿A quién tienes en tu lista de enemigos?
No finjas que no tienes una. Yo también intenté engañarme a mí misma pensando:
“En serio, nadie me la tiene jurada ni tampoco hay nadie que me caiga mal, ni a
quien le tenga miedo ni con quien esté lo bastante enfadada como para llamarle enemigo. Seguro que no”.
Pero entonces me
pongo a hacer memoria. Ese chaval que insiste en fumarse un cigarro frente a la
ventana abierta de mi apartamento, tres o cuatro veces al día, a pesar de las
señales de No Fumar.
El típico que
comenta en mis publicaciones o hilos de conversación que yo he iniciado en
Facebook, pero que únicamente busca conflicto y siempre tiene que tener la
última palabra.
Los enemigos de
la memoria profunda: la madre que no entendía, el esposo que se fue, el jefe
que era deliberadamente cruel. Los enemigos a gran escala: los abusones y los
belicistas, los terroristas y dictadores, nacionales o internacionales.
Con una pizca de
sinceridad y empeño, todos podemos hacer una lista. Esta ansia de culpar y
vilipendiar, de aferrar en nuestros corazoncitos los nombres de aquellos a
quienes responsabilizamos por nuestra infelicidad, es un sentimiento lo
bastante humano y común como para ser objeto de sátira, como ya hicieron
Gilbert y Sullivan en su ópera El Mikado.
Todos somos
Ko-Ko, el presumido Lord Gran Ejecutor de Titipu, que antes era un sastre
inepto, y cuyo júbilo al hacer recuento de aquellos a quien le gustaría
despedir se celebra en la rítmica canción-trabalenguas comúnmente conocida como I’ve Got a Little List [Tengo una pequeña lista]:
Si algún día sucediera que una víctima encontrarse debiera, Tengo una pequeña lista — Tengo
una pequeña lista de enemigos de la sociedad que
mejor estuvieran bajo tierra enterrados, y que nunca serían añorados —
¡nunca serían añorados!
Para aquellos de
entre nosotros que tienen suficiente edad como para recordar los años del
Watergate en Estados Unidos, el concepto de lista de enemigos políticos es
bastante conocido.
El antiguo
presidente Nixon no fue ni el primero ni el último en tener una lista de
oponentes, ni tampoco en intentar hacer de sus vidas una experiencia miserable;
sencillamente, su administración era menos reticente al respecto que la
mayoría.
Así que la
primera parte de esta tarea, la de hacer una lista de tus “enemigos” sugerencia
para actuar con misericordia en el Año Jubileo, no es tan difícil
como uno podría pensar, por desgracia.
Esta parte en sí
ya es un acto de misericordia para nosotros, puesto que nos obliga a reconocer
que vemos a otras personas como nuestros enemigos, como otros, y no de
nosotros.
Nos obliga a
admitir que estamos en guerra, el primer paso en el camino de la paz.
Sin embargo, el
segundo paso… “Luego, todos los días, di una oración por ellos”. Muy difícil,
demasiado. Jesús sabía lo difícil que es, así que nos dice –si estamos
dispuestos a escuchar– por qué debemos hacerlo:
“Pero a ustedes que me escuchan les digo: Amen a sus
enemigos, hagan bien a quienes los odian, bendigan a quienes los maldicen, oren por
quienes los insultan. (…) Ustedes deben amar a sus enemigos, y hacer bien, y
dar prestado sin esperar nada a cambio. Así será grande su recompensa, y
ustedes serán hijos del Dios altísimo, que es también bondadoso con los
desagradecidos y los malos. Sean ustedes compasivos, como también su Padre
es compasivo” (Lucas 6:27-28, 35-36).
Y he aquí el
extraordinario secreto: rezar
por nuestros enemigos no les cambia a ellos. Nos cambia a nosotros, de mala
gana, lenta y miserablemente, hasta que seamos personas de misericordia semejantes
a su Padre.
Transforma el
odio en amor. No es
posible rezar por una persona y odiarla. Cambia nuestra perspectiva,
transformando a nuestros enemigos en hermanos y hermanas queridos.
Y es que a veces, rezar por nuestros enemigos nos
salva la vida, y también la de ellos.
Como prueba de
ello, os animo a ver el sorprendente cortometraje documental de 2015, My Enemy, My Brother[Mi enemigo, mi
hermano].
Veréis como, en un momento crítico, un enemigo pidió a
Dios que bendijera al otro y fue salvado por su oración, para más tarde,
milagrosamente, salvar a aquel que le salvó.
Thomas Merton, en
una carta a Dorothy Day, lo explicó perfectamente: “No se conoce a las personas
sólo por el intelecto, tampoco sólo por los principios: únicamente por el amor. Cuando amamos al otro, al enemigo,
obtenemos de Dios la clave para entender quién es ese otro y quiénes somos
nosotros”.
Haz esa lista.
Escríbela sin miedo. Puede que yo esté en tu lista o tú en la mía, no pasa
nada.
Luego reza por
todos y cada uno de los nombres en ella, todos los días, y observa cómo la
misericordia va reduciendo esa lista hasta disolverse en amor y gratitud. Sin
duda, una recompensa enorme.
Fuente:
Aleteia