Cuando papá dice algo importante sobre ir a la iglesia, hay mayores
posibilidades de que los niños permanezcan
Hay dos cosas que recuerdo
del catolicismo de mi padre:nunca faltaba a una misa y nunca, ni una
sola vez que recuerde, me habló de fe. Fue acomodador en la iglesia toda su
vida, desde los 14 a los 90 años, cuando el cáncer lo debilitó demasiado como
para pasar la cesta.
Todos los domingos y los días sagrados, allí estaba mi
padre. Nunca se sentaba con nosotros durante la misa porque tenía tareas que
hacer como acomodador. No recuerdo haberle oído pronunciar nunca el nombre de
Jesús o leer la Biblia. Nunca le escuché rezar otra cosa que no fuera cuando
bendecía la cena.
Uno de los mayores fracasos de la era postconciliar fue hacer que
hombres como mi padre sintieran que su simple fe no era digna de esta nueva
Iglesia. Los católicos que hablan de
la necesidad de tener una “relación personal con Jesús” me ponen de los
nervios, porque están arrinconando fuera de la Iglesia a hombres como mi padre
y otros millones como él. Está bien, quizás sea incluso preferible, tener una
comprensión profunda de la fe y de lo relacionado con ella, pero los
sacramentos de la Iglesia funcionan se tenga o no una comprensión profunda y
una “participación activa”. Responden a la sencilla devoción del hombre medio.
En parte, ahí está el genio del catolicismo: es suficiente con una fe sencilla
vivida en Jesús y en la práctica de los sacramentos. No se deja a nadie al
margen porque no capte cierta sutileza teológica o no experimente una respuesta
emocional intensa. Con la fe y con la acción, las puertas del Reino también se
abren para ellos.
Adorar a Dios, confiar en la
Iglesia, participar en los sacramentos, realizar actos de misericordia y tal
vez susurrar el Ave María o la oración a san Antonio cuando se han perdido las
llaves del coche, era suficiente para estos hombres.
Pero luego empezaron a
escuchar que con eso no bastaba. No se trataba de las cosas que hicieras, sino
de lo que sintieras. Esto fue producto
de los tiempos más que del Concilio, pero ambos coincidieron en hacer de la
Iglesia un lugar menos cómodo para hombres como mi padre. Y cuando los hombres
empiezan a irse —como de hecho hicieron—, sus hijos suelen ir detrás.
Los padres determinan el futuro de la Fe
En 1994 los suizos
constataron algo sobre la asistencia a misa que, por entonces, resultó un hecho
sorprendente: la práctica de la fe en las generaciones venideras venía
determinada de forma abrumadora por la participación de los padres. Si una
madre va a misa regularmente y el padre no, sólo el 2% de los hijos irán a misa
con regularidad. Sin embargo, si ambos padres son practicantes, el 37% de los
hijos serán practicantes regulares y el 41% de ellos irán a misa de forma
esporádica. Lo raro es que cuando se invierte la situación —padre practicante y
madre no— sucede exactamente lo contrario: el número de hijos que se
convertirán en asiduos practicantes sube hasta un 44%.
Las puras verdades de los
roles tradicionales no pueden extraerse de la psique ni ocultar con corrección
política. Un padre podrá criar y la madre podrá ser el sustento de la familia,
pero siempre recurrimos a uno u otro para ciertos modelos conductuales. Si te
hace sentir mejor, podemos llamar a esos modelos socialmente condicionados,
pero eso no los hacen menos arraigados. Sea cual sea la forma que tengamos de
vivir nuestros modelos parentales (y mi familia es de todo menos convencional),
hay un cierto sentido que relaciona la imagen de la Madre con el hogar y la
infancia, y la imagen del Padre con el mundo y la adultez. Si el padre no
participa en el culto, entonces el culto se asocia sólo a la madre, lo que crea
sentimiento persistente de que eso es parte del hogar y de la juventud que se
deja atrás en la transición a la edad adulta.
La sociedad contemporánea
occidental ha golpeado los cimientos de la civilización al desechar conceptos
fijos como la familia, el matrimonio, la educación y el sexo (astutamente
alterado hasta el concepto de “género” por los manipuladores del lenguaje). En
el proceso, el papel del hombre en la educación de los hijos ha quedado
devaluado y el ideal de la simple masculinidad se ha convertido casi en un
chiste.
Generaciones enteras de hombres se resumieron exitosamente en el tipo
de Gary Cooper: fuerte, callado, defensor de lo justo y de los oprimidos,
sensible y capaz de amar sin ser ostentoso ni verboso. Ahora se supone que
tenemos que considerar ese tipo de hombría o virilidad como “masculinidad
tóxica”, un término mezquino empleado para redefinir la masculinidad eliminando
sus características distintivas. No se trata de “feminizar” a los hombres,
escribe alguien, sino de “humanizarles”, como si los rasgos del hombre
tradicional fueran infrahumanos.
Así que no debería sorprender
que los cambiantes ideales de masculinidad y paternidad hayan encontrado
expresión dentro de la Iglesia.
Hay hombres que viven su fe
pero que probablemente no quieran hablar demasiado de ello. También son los
mismos hombres que legan la fe a sus hijos. Claro está que nuestro
entendimiento puede ampliarse para incluir a hombres que tengan un sentido más
profundo de la fe, pero no por ello hay que abandonar a los que viven su piedad
con sencillez.
Moldeando la paternidad y la fe
Conozco a una mujer, a la que
llamaremos Anne, que viene de un matrimonio mixto. Su madre es católica y su
padre se crió presbiteriano, aunque él no perseveró en su fe. Antes de casarse,
sus padres acordaron que los hijos se criarían en el catolicismo.
El padre tenía varias
opciones. Podría haberse resistido, para conflicto del matrimonio y de la
familia. Podría haber insistido en una educación dual de las fes, para
confusión de los hijos. Podría haberse quedado en casa mientras su familia iba
a misa, para debilitamiento de la fe de sus hijos, que se preguntarían “¿por
qué no va papá con nosotros?”.
Eligió otra opción: mientras
criaran a los niños, iría a misa con su familia sin recibir la comunión. Por el
bien de los niños, mostraría cómo obra una familia que celebra su fe unida. No
debió haber sido fácil, pero honró su promesa de criar a sus hijos como
católicos, y dos de esos tres hijos siguen siendo católicos practicantes,
mientras que el tercero es evangélico.
Hablamos de un padre que ni
siquiera era católico y que, con su mera presencia modeló una actitud dentro de
la fe que desembocó, contra todo pronóstico, en una progenie de activos
cristianos con dos tercios fieles católicos.
Estuve fuera de la Iglesia 15
años antes de regresar. Tanto la paternidad como una experiencia religiosa
dieron la vuelta a mi vida prácticamente al mismo tiempo, lo que me llevó a
replantearme mi concepto de Iglesia de mi juventud. Quería ser un ejemplo para
mis hijos, quería ofrecerles lo que mi padre me dio: una infancia en la que la
familia vivía y practicaba su fe unida.
Criar a los hijos sin eso es un tipo de pobreza. Forma parte de lo que les dejamos en herencia, junto con nuestros
genes, las tradiciones y las historias y valores familiares. Una familia
creyente es un baluarte contra las tinieblas que presionan eternamente a los
límites de la civilización, una oscuridad exaltada por el hombre moderno. Y sin
la fe del padre, la oscuridad gana.
THOMAS MCDONALD
Fuente: Aleteia