No me
creo con fuerzas para cambiar mi mundo y me aíslo
Da miedo que penetren en nuestra
comodidad. Pero el único camino es dar la vida. Si guardo mi vida la pierdo. Si
me reservo me estanco y me pudro. Si no me doy con generosidad mi vida no vale
para nada.
Tengo tanto tiempo por delante, o más
bien poco. No lo sé. ¿Qué
hago con mi vida? ¿La entrego o la guardo? El egoísmo. Siempre mi tendencia a
guardar mis cosas. Para que no quieran entrar a molestarme.
Incluso mi relación con Dios puede convertirse en una búsqueda de mí mismo.
Decía san Francisco de Sales: “Busquemos al Dios de las consolaciones y
no las consolaciones de Dios”. En un afán por estar yo bien busco que Dios me consuele, me
dé paz, me cuide, esté conmigo. Yo bien, a gusto, con Él, en paz. ¿Y mi misión?
Me guardo, me escondo.
Decía el padre José Kentenich hablando de
los consagrados: “Nosotros,
hombres religiosos, ¿no estamos acaso expuestos al peligro de sucumbir en
cualquier momento a un refinado egoísmo? Quizás no haya personas tan egoístas
como las religiosas. ¿Por qué abandonamos la inseguridad del mundo? Para hallar
la seguridad en el convento”.
Podemos buscar a Dios para que nos dé
seguridad, para que nos cuide porque somos tan valiosos. Pero no damos nuestra
vida. Añade el Padre Kentenich: “Debemos
aprender a girar como niños en torno del Padre; no esperemos que Él sea quien
gire en torno de nosotros”.
A veces puedo correr el riesgo de esperar
que Dios gire en torno a mí. Quiero que me mire, me cuide, me sostenga. Quiero que esté conmigo y no me deje
solo.
Pero yo no acompaño a nadie para que no
esté solo, yo no me preocupo de los que sufren, no altero mis intereses y deseos porque
yo tengo que ser feliz. Caiga quien caiga. Sin importar a costa de quien.
Jesús me pide que me niegue a mí mismo: “El
que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo”. No es lo que yo
quiero. No quiero negarme a mí mismo. Es antinatural. Va contra el deseo más
propio de mi corazón. No quiero. Me resisto.
Estamos empeñados en formarnos para ser
competitivos, para triunfar. Queremos aprender muchos idiomas para ser
valorados en el mundo laboral. Buscamos conquistar muchos títulos para lograr
los mejores puestos. Negarnos a nosotros mismos no es el camino.
A veces nos preocupa demasiado formarnos
bien para que otros puedan seguirnos, admirarnos, maravillarse ante lo que
valemos. ¿Cómo llegar a negarnos? ¿Es eso lo que quiere Jesús? ¿Quiere que
dejemos de ser quienes somos? No es eso.
Jesús me conoce y me quiere como soy.
Pero no quiere que caiga en el egoísmo, en la comodidad. Claro que quiere que conozca mi
esencia, mi verdad más profunda. Pero yo a veces no sé quién soy. Y no soy
capaz de comprometer mi vida por amor a nadie. No me creo con fuerzas para cambiar mi mundo y me aíslo. Pienso
que yo solo no puedo hacer más que lo que hago. Y es poco.
El otro día leía: “Dios no espera que ningún hombre cambie
el mundo él solo, que acabe con todos los males o cure todas las enfermedades.
Lo que sí espera de él es que actúe como Él quiere que lo haga en las
circunstancias dispuestas por su voluntad”.
Él sabe que yo solo no puedo y no me lo
exige. Sabe que no soy
capaz de cambiar las cosas yo solo. Sólo me pide que acepte su voluntad. Pero
yo me empeño en aislarme, en caminar solo.
Tal vez me da miedo perderme en la masa.
Dejar de existir confundido entre miles de granos de arena, de gotas de agua. Quiero conservar mi originalidad. Y me
olvido de que sólo en comunión con otros soy capaz de cambiar mi mundo.
Construir una sociedad de hermanos.
Un mundo solidario con el que menos
tiene, con el que más sufre. Un mundo nuevo en el que cada uno pueda aportar lo
suyo sin importar el reconocimiento de los demás. Un mundo nuevo en el que cada
uno no vaya a lo suyo, sino que todos aporten lo propio al bien común, al sueño
tejido en el silencio.
Para hacerlo posible tengo que negarme a
mí mismo, a mi egoísmo, a mi vanidad.
Pero creo que hoy no formamos a las personas para darse,
para partirse por amor a los demás. Las formamos para que hagan su camino, para
que ganen su lugar.
Una persona ya hecha me comentaba acerca
de un joven: “Este va a salir
muy bien solo en esta vida”. Parece muy atractivo el plan. Educar en la autonomía.
Que cada uno sepa salir solo adelante sin necesitar la ayuda de nadie.
La autonomía siempre es buena. Es
importante ser autónomos y no totalmente dependientes de otras personas.
Autónomos para decidir, para optar en la vida, sin que tengan que decirme
continuamente qué pasos tengo que dar.
Pero el ideal de mi vida no es la autonomía
más radical. El ideal
cristiano es desaparecer en el amor a muchos. Morir como una
semilla para poder dar fruto. Negarme a mí mismo y desaparecer. Renunciar a mis
intereses y egoísmos para que muchos puedan vivir.
La búsqueda enfermiza de la soledad, del
individualismo, de mi camino, de mi paz, puede convertirme en un ser egoísta
centrado en mis propios deseos y proyectos.
Yo no quiero vivir así. En el fondo no
deseo esa paz egoísta en la que me encuentro seguro y protegido. No es ese el Jesús que vive en mi
corazón, el Jesús al que sigo.
Fuente: Aleteia