Y,
ciertamente inspirada por Dios, le contestó que las carmelitas no tienen
que salvar las almas con cartas, sino con la oración. Al conocer su decisión,
vi enseguida que era la de Jesús, y le dije a sor María de la Trinidad:
«Pongamos manos a la obra, recemos mucho.
¡Qué alegría si al final de la
cuaresma hubiésemos sido escuchadas...!» Y ¡oh, misericordia infinita del
Señor, que se digna escuchar la oración de sus hijos...!, al final de la
cuaresma, una nueva alma se consagraba a Jesús. Fue un verdadero milagro de la
gracia, ¡un milagro alcanzado por el fervor de una humilde novicia! ¡Qué grande
es, pues el poder de la oración!
No podría rezarlas todas,
y, al no saber cuál escoger, hago como los niños que no saben leer: le digo a
Dios simplemente lo que quiero decirle, sin componer frases hermosas, y él
siempre me entiende... Para mí, la oración es un impulso del corazón, una
simple mirada lanzada hacia el cielo, un grito de gratitud y de amor, tanto en
medio del sufrimiento como en medio de la alegría. En una palabra, es algo grande, algo sobrenatural que me dilata el alma y me une a Jesús.
No
quisiera, sin embargo, Madre querida, que pensara que rezo sin devoción las
oraciones comunitarias en el coro o en las ermitas. Al contrario, soy muy amiga
de las oraciones comunitarias, pues Jesús nos prometió estar en medio de los
que se reúnen en su nombre; siento entonces que el fervor de mis hermanas suple
al mío. Pero rezar yo sola el rosario (me da vergüenza decirlo) me cuesta más
que ponerme un instrumento de penitencia... ¡Sé que lo rezo tan mal! Por más
que me esfuerzo por meditar los misterios del rosario, no consigo fijar la
atención...
Durante mucho tiempo viví desconsolada por esta falta de atención,
que me extrañaba, pues amo tanto a la Santísima Virgen, que debería resultarme
fácil rezar en su honor unas oraciones que tanto le agradan. Ahora me
entristezco ya menos, pues pienso que, como la Reina de los cielos es mi Madre,
ve mi buena voluntad y se conforma con ella. A veces, cuando mi espíritu está
tan seco que me es imposible sacar un solo pensamiento para unirme a Dios, rezo
muy despacio un «Padrenuestro», y luego la salutación angélica.
Entonces, esas
oraciones me encantan y alimentan mi alma mucho más que si las rezase
precipitadamente un centenar de veces... La Santísima Virgen me demuestra que
no está disgustada conmigo. Nunca deja de protegerme en cuanto la
invoco. Si me sobreviene una inquietud o me encuentro en un aprieto, me vuelvo
rápidamente hacia ella, y siempre se hace cargo de mis intereses como la más
tierna de las madres.
Fuente: Catholic.net