La verdadera felicidad no siempre se expresa con
un rostro alegre
Durante ciertos años dispersos de mi vida,
mi tono de llamada en el teléfono era la canción Only the Good Die
Young [Sólo los buenos mueren jóvenes], de Billy Joel.
Nunca olvidaré
la mirada en el rostro de mi madre, ferviente católica, el día que escuchó el
sonido de mi teléfono, con la burlona letra, “preferiría reír junto a los
pecadores que llorar junto a los santos”, rompiendo el pacífico silencio de
nuestra casa y mofándose de las sagrada imágenes que adornaban las paredes.
Vivía
mi vida bajo la impresión de que aquellas personas que se esforzaban por
avanzar en el camino de la santidad sólo recibían a cambio dolor y sufrimiento,
mientras que aquellos que eran más tolerantes con una presencia habitual del pecado
en sus vidas eran capaces de disfrutar de verdad la vida. Ni que decir tiene que prefería la compañía del
segundo tipo.
Esta noción quedó aún
más arraigada en mi mente en cierta ocasión, rara, en la que sí fui
a misa y me vi rodeada de estatuas de santos que me recordaban más bien a la
imagen de “antes” de un anuncio de “antes y después” de Prozac. Me parecían
cansados, desesperados y, en el mejor de los casos, lúgubres. Los
creyentes, según pensaba, estaban deprimidos del todo, cuando yo lo que buscaba
era felicidad.
Gracias a Dios, el
Espíritu Santo se abalanzó sobre mí para abrir en dos mi equivocada mente y
revelarme el profundoanhelo de Dios por mi auténtica dicha, que incluso,
o quizás en especial, podría llegar ahora en este mundo.
Saqué esperanzas de una
oración de santa Teresa de Ávila, en la que imploraba: “De los santos lúgubres,
serios y deprimentes, líbranos Señor”.
De forma similar, el papa
Francisco arrojó luz sobre la naturaleza alegre de la vida cristiana
con su insistencia en que “nunca se escuchó hablar de un santo triste o de
una santa con rostro fúnebre. Nunca se oyó decir esto. Sería un contrasentido”.
Una vez que empecé a
creer en que, tal y como decía san Agustín, “Dios es el más feliz de los
seres, que nos hizo para compartirnos en su propia felicidad”, se reavivó
mi curiosidad por las expresiones de abatimiento en las imágenes religiosas.
¿Por
qué los artistas representaban a estos hombres y mujeres de Dios con una luz
tan entristecida? ¿No deberían ilustrar las figuras de
los santos la alegría de Cristo que estos santos individuos albergaban en sus
corazones y la gracia con la que iluminaban el mundo?
Mi respuesta llegó
durante un periodo que pasé estudiando una pintura de la Sagrada Familia en la
habitación insonorizada de nuestra iglesia.
En el cuadro, Jesús, con
unos cinco años, está reclinado de forma afectuosa sobre el pecho de san José,
ambos con una sonrisa cálida y satisfecha, mientras María, también con gesto
alegre, hace cosquillas en el pie descalzo de su hijo.
Ahora
sí, ésta es la alegría que debería
retratar la mayoría del arte religioso, pensé para mis adentros. Entonces,
me asaltó la idea de que en realidad la mayoría del arte religioso
representa a los santos en mitad de cierta actividad en concreto: la oración.
Mientras que esta imagen
en particular capturaba el júbilo de una familia durante un encuentro juguetón,
la acción más común que llevan a cabo los sujetos del arte religioso es la
unión de sus mentes y corazones con Dios. Semejante unión, como bien
sabemos, sobrepasa generalmente cualquier emoción que puedan evocar las
expresiones físicas, como la risa o la sonrisa.
Por supuesto que la
oración puede seguir siendo, y a menudo lo es, una experiencia llena de dicha,
puesto que se vierten en nuestro corazón las gracias y un amor puro e
incondicional. Sin embargo, es algo interno y profundo, que trasciende
toda reacción fisiológica del cuerpo capaz de comunicar felicidad.
Conozco un sacerdote
que, especialmente perspicaz, describió las expresiones faciales típicas del
arte religioso como “reflejo de una estoica solemnidad” para así
evidenciar la paz interior, en oposición a las pasiones exteriores.
Hay un artículo que contiene una explicación similar sobre las
expresiones solemnes de los santos en la simbología religiosa: “La auténtica
dicha es algo que proviene de Dios y es, por ello, eterna. Los placeres
fugaces son, por definición, temporales y no aportan verdadera felicidad. La
sonrisa es un reflejo de felicidad pasajera porque, también ella, es temporal”.
Esto
no supone, de ningún modo, que sonreír sea un acto insignificante. De hecho, la
Madre Teresa era una defensora a ultranza del poder de la sonrisa y decía que
este gesto es la antesala del amor.
Todos somos, después de
todo, criaturas corporales, dotadas de la habilidad de expresarnos
a través de signos físicos, como los faciales.
Sin embargo, he llegado
a la conclusión de que se nos plantea el imperativo reto de mirar más allá de
las expresiones faciales cuando presenciamos representaciones de figuras de
santos y religiosos que no están disfrutando abiertamente de una alegría
ilimitada.
Estamos invitados a
reflexionar sobre los más profundos niveles del intelecto y de la emoción a los
que estos hombres y mujeres lograron abrirse, un éxito que, como resultado,
genera una paz que rebasa la expresión de una mera sonrisa.
No están tristes. No
están desesperados. Están perdidos,perdidos en el amor inexplicable e
inmortal de su Supremo Hacedor.
Fuente: Aleteia
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