SANTA TERESITA DEL NIÑO JESÚS: "HISTORIA DE UN ALMA" (CAPÍTULO XI LOS QUE USTED ME DIO 1896-1897)

Poder de la oración y el sacrificio (V) 

Madre querida, ya que trato de empezar a cantar con usted aquí en la tierra esa misericordia infinita, debo contarle otra gran ganancia que saqué de la misión que usted me confió. Antes, cuando una hermana hacía algo que no me gustaba y que me parecía contrario a la ley, pensaba: ¡qué tranquila me quedaría si pudiese decirle lo que pienso, hacerle ver que está actuando mal! 

Desde que vengo ejercitando un poco ese oficio, le aseguro, Madre, que he cambiado por completo de parecer. Cuando me acontece ver que una hermana hace algo que me parece imperfecto, lanzo un suspiro de alivio y me digo a mí misma: ¡Qué suerte!, no es una novicia, no estoy obligada a reprenderla. Y luego, trato enseguida de disculpar a la hermana y de atribuirle unas buenas intenciones, que seguramente tiene. 

Madre querida, desde que estoy enferma, los cuidados que usted me prodiga me han enseñado también mucho sobre la caridad. Ningún remedio le parece demasiado caro; y si no da resultado, prueba con otro sin cansarse. Cuando yo iba todavía a la recreación, ¡cómo se preocupaba porque estuviera en un buen lugar, al abrigo de las corrientes de aire! En una palabra, si quisiera contarlo todo, no acabaría nunca. Pensando en todo esto, me dije a mí misma que yo debía ser tan compasiva con las enfermedades espirituales de mis hermanas como usted, Madre querida, lo es cuidándome con tanto amor.

He observado (y es muy natural) que las hermanas más santas son también las más queridas. Se busca su conversación, se les hacen favores sin que los pidan. En una palabra, estas almas, tan capaces de soportar faltas de consideración o de delicadeza, se ven rodeadas del afecto de todas. A ellas puede aplicarse esta frase de nuestro Padre san Juan de la Cruz: «Cuando con propio amor no lo quise, dióseme todo sin ir tras ello». Por el contrario, a las almas imperfectas no se las busca; se las trata, ciertamente, conforme a las reglas de la educación religiosa; pero, por miedo a decirles alguna palabra menos delicada, se evita su compañía. 

Al decir almas imperfectas, no me refiero solamente a las imperfecciones espirituales, pues ni las más santas serán perfectas hasta que lleguen al cielo. Quiero decir faltas de discreción, de educación, la susceptibilidad de ciertos caracteres, cosas todas que no hacen la vida muy agradable. Sé muy bien que estas enfermedades morales son crónicas y que no hay esperanza de curación; pero sé también que mi Madre no dejaría de cuidarme y de tratar de aliviarme aunque siguiera enferma toda la vida. Y ésta es la conclusión que yo saco: en la recreación y en la licencia, debo buscar la compañía de las hermanas que peor me caen y desempeñar con esas almas heridas el oficio de buen samaritano. 

Una palabra, una sonrisa amable bastan muchas veces para alegrar a un alma triste. Pero no quiero en modo alguno practicar la caridad con este fin, pues sé muy bien que pronto cedería al desaliento: una palabra dicha con la mejor intención puede ser interpretada completamente al revés. Por eso, para no perder el tiempo, quiero ser amable con todas (y especialmente con las hermanas menos amables) por agradar a Jesús y seguir el consejo que él da en el Evangelio, poco más o menos en estos términos: «Cuando des un banquete, no invites a tus parientes ni a tus amigos, porque corresponderán invitándote y así quedarás pagado. 

Invita a pobres, cojos, paralíticos; dichoso tú, porque no pueden pagarte: tu Padre, que ve en lo escondido, te lo pagará». ¿Y qué banquete puede ofrecer una carmelita a sus hermanas sino un banquete espiritual compuesto de caridad atenta y gozosa? Yo no conozco ningún otro, y quiero imitar a san Pablo, que se alegraba con los que estaban alegres. Es cierto que también lloraba con los tristes, y que las lágrimas han de aparecer también algunas veces en el banquete que yo quiero servir; pero siempre intentaré que al final esas lágrimas se conviertan en alegría, pues el Señor ama a los que dan con alegría. 

Fuente: Catholic.net