Poder de
la oración y el sacrificio (V)
Madre querida, ya que trato
de empezar a cantar con usted aquí en la tierra esa misericordia infinita, debo
contarle otra gran ganancia que saqué de la misión que usted me confió. Antes,
cuando una hermana hacía algo que no me gustaba y que me parecía contrario a la
ley, pensaba: ¡qué tranquila me quedaría si pudiese decirle lo que pienso,
hacerle ver que está actuando mal!
Desde que vengo ejercitando un poco ese
oficio, le aseguro, Madre, que he cambiado por completo de parecer. Cuando me
acontece ver que una hermana hace algo que me parece imperfecto, lanzo un
suspiro de alivio y me digo a mí misma: ¡Qué suerte!, no es una novicia, no
estoy obligada a reprenderla. Y luego, trato enseguida de disculpar a la
hermana y de atribuirle unas buenas intenciones, que seguramente tiene.
He observado (y es muy natural) que
las hermanas más santas son también las más queridas. Se busca su
conversación, se les hacen favores sin que los pidan. En una palabra, estas
almas, tan capaces de soportar faltas de consideración o de delicadeza, se ven
rodeadas del afecto de todas. A ellas puede aplicarse esta frase de nuestro
Padre san Juan de la Cruz: «Cuando con propio amor no lo quise, dióseme todo
sin ir tras ello». Por el contrario, a las almas imperfectas no se las busca;
se las trata, ciertamente, conforme a las reglas de la educación religiosa;
pero, por miedo a decirles alguna palabra menos delicada, se evita su compañía.
Al decir almas imperfectas, no me refiero solamente a las imperfecciones
espirituales, pues ni las más santas serán perfectas hasta que lleguen al
cielo. Quiero decir faltas de discreción, de educación, la susceptibilidad de
ciertos caracteres, cosas todas que no hacen la vida muy agradable. Sé muy bien
que estas enfermedades morales son crónicas y que no hay esperanza de curación;
pero sé también que mi Madre no dejaría de cuidarme y de tratar de aliviarme
aunque siguiera enferma toda la vida. Y ésta es la conclusión que yo saco: en
la recreación y en la licencia, debo buscar la compañía de las hermanas que
peor me caen y desempeñar con esas almas heridas el oficio de buen samaritano.
Una palabra, una sonrisa amable bastan muchas veces para alegrar a un alma
triste. Pero no quiero en modo alguno practicar la caridad con este fin, pues
sé muy bien que pronto cedería al desaliento: una palabra dicha con la mejor
intención puede ser interpretada completamente al revés. Por eso, para no
perder el tiempo, quiero ser amable con todas (y especialmente con las
hermanas menos amables) por agradar a Jesús y seguir el consejo que él da en el
Evangelio, poco más o menos en estos términos: «Cuando des un banquete, no
invites a tus parientes ni a tus amigos, porque corresponderán invitándote y
así quedarás pagado.
Invita a pobres, cojos, paralíticos; dichoso tú, porque no
pueden pagarte: tu Padre, que ve en lo escondido, te lo pagará». ¿Y qué banquete
puede ofrecer una carmelita a sus hermanas sino un banquete espiritual
compuesto de caridad atenta y gozosa? Yo no conozco ningún otro, y quiero
imitar a san Pablo, que se alegraba con los que estaban alegres. Es cierto que
también lloraba con los tristes, y que las lágrimas han de aparecer también
algunas veces en el banquete que yo quiero servir; pero siempre intentaré que
al final esas lágrimas se conviertan en alegría, pues el Señor ama a los que
dan con alegría.
Fuente: Catholic.net
