Poder de la oración y el sacrificio (II)
Le he dicho, Madre
querida, que yo misma había aprendido mucho instruyendo a las demás. Lo primero
que descubrí es que todas las almas sufren más o menos las mismas luchas, pero
que, por otra parte, son tan diferentes las unas de las otras, que no me
resulta difícil comprender lo que decía el P. Pichon: «Hay mucha más diferencia
entre las almas que entre los rostros». Por tanto, no se las puede tratar a
todas de la misma manera. Con ciertas almas, veo que tengo que hacerme pequeña,
no tener reparo en humillarme confesando mis luchas y mis derrotas.
Al ver que
yo tengo las mismas debilidades que ellas, mis hermanitas me confiesan a su vez
las faltas que se reprochan a sí mismas y se alegran de que las comprenda por
experiencia. Con otras, por el contrario, he comprobado que, para ayudarlas,
hay que tener una gran firmeza y no dar nunca marcha atrás de lo que se ha
dicho. Abajarse no sería humildad, sino debilidad.
Lo mismo ocurre
con las almas. No tardan en reconocer que, en ocasiones, un poco de acíbar es
preferible al azúcar, y no tienen reparo en confesarlo. A veces no puedo dejar
de sonreír en mi interior al ver qué cambio se opera de un día para otro.
¡Parece cosa de magia...! Vienen a decirme: «Tuviste razón ayer al ser tan
severa. En un primer momento me sublevó lo que me dijiste, pero luego fui
recordándolo todo y vi que tenías razón... Ya ves, cuando me fui de tu lado,
pensé que todo había terminado, y me decía: Iré a ver a nuestra Madre y le diré
que ya no volveré más con sor Teresa del Niño Jesús.
Pero me di cuenta de que
era el demonio quien me inspiraba esas cosas. Además, me pareció que tú estabas
rezando por mí. Entonces recobré la paz y la luz empezó a brillar. Pero ahora
necesito que me acabes de iluminar, y por eso he venido». Y enseguida
entablamos conversación. Y me siento feliz de seguir los dictados de mi corazón
no teniendo ya que servir ningún plato amargo. Sí, pero... no tardo en darme
cuenta de que no debo precipitarme, de que una sola palabra podría derribar
todo el edificio construido entre lágrimas.
Si tengo la mala suerte de decir
una palabra que pueda atenuar lo que dije la víspera, veo que mi hermanita intenta agarrarse a ella como a un clavo ardiendo; entonces rezo interiormente
una oracioncita, y la verdad acaba triunfando. Sí, toda mi fuerza se encuentra
en la oración y en el sacrificio; son las armas invencibles que Jesús me ha
dado, y logran mover los corazones mucho más que las palabras. Muchas veces lo
he comprobado por experiencia. Pero hay una, entre todas ellas, que me ha
dejado una grata y profunda impresión.
Fue durante la cuaresma. Yo me encargaba
por entonces de la única novicia que había en el convento, pues era su ángel.
Un mañana vino a verme toda radiante: «Si supieras, me dijo, lo que soñé
anoche... Estaba con mi hermana e intentaba desasirla de todas las vanidades a
que está tan apegada. Para lograrlo, me puse a explicarle esta estrofa del
Vivir de amor: «¡Jesús, amarte es pérdida fecunda! / Tuyos son mis perfumes
para siempre». Yo veía que mis palabras penetraban en su alma, y estaba loca de
alegría.
Esta mañana, al despertarme, pensé que quizás Dios quería que le
ofreciera esta alma. ¿Y si le escribiera después de la cuaresma contándole mi
sueño y diciéndole que Jesús la quiere toda para sí?» Yo, sin pensarlo
demasiado, le dije que podía muy bien intentarlo, pero que antes tenía que
pedir permiso a nuestra madre. Como la cuaresma estaba todavía lejos de tocar a
su fin, usted, Madre querida, se quedó muy sorprendida de semejante petición,
que le parecía demasiado prematura.
Fuente: Catholic,net