SANTA TERESITA DEL NIÑO JESÚS: "HISTORIA DE UN ALMA" (CAPÍTULO XI LOS QUE USTED ME DIO 1896-1897)

Poder de la oración y el sacrificio (II)

Le he dicho, Madre querida, que yo misma había aprendido mucho instruyendo a las demás. Lo primero que descubrí es que todas las almas sufren más o menos las mismas luchas, pero que, por otra parte, son tan diferentes las unas de las otras, que no me resulta difícil comprender lo que decía el P. Pichon: «Hay mucha más diferencia entre las almas que entre los rostros». Por tanto, no se las puede tratar a todas de la misma manera. Con ciertas almas, veo que tengo que hacerme pequeña, no tener reparo en humillarme confesando mis luchas y mis derrotas. 

Al ver que yo tengo las mismas debilidades que ellas, mis hermanitas me confiesan a su vez las faltas que se reprochan a sí mismas y se alegran de que las comprenda por experiencia. Con otras, por el contrario, he comprobado que, para ayudarlas, hay que tener una gran firmeza y no dar nunca marcha atrás de lo que se ha dicho. Abajarse no sería humildad, sino debilidad. 

Dios me ha concedido la gracia de no temer el combate. Tengo que cumplir con mi deber al precio que sea. Más de una vez he oído decir esto: «Si quieres conseguir algo de mí, tendrás que ganarme por el camino de la dulzura; por [24rº] el de la fuerza no conseguirás nada». Sé que nadie es buen juez en propia causa, y que un niño al que el médico somete a una operación dolorosa no dejará de chillar y de decir que es peor el remedio que la enfermedad; sin embargo, cuando a los pocos días se encuentre curado, se sentirá feliz de poder jugar y correr.

Lo mismo ocurre con las almas. No tardan en reconocer que, en ocasiones, un poco de acíbar es preferible al azúcar, y no tienen reparo en confesarlo. A veces no puedo dejar de sonreír en mi interior al ver qué cambio se opera de un día para otro. ¡Parece cosa de magia...! Vienen a decirme: «Tuviste razón ayer al ser tan severa. En un primer momento me sublevó lo que me dijiste, pero luego fui recordándolo todo y vi que tenías razón... Ya ves, cuando me fui de tu lado, pensé que todo había terminado, y me decía: Iré a ver a nuestra Madre y le diré que ya no volveré más con sor Teresa del Niño Jesús. 

Pero me di cuenta de que era el demonio quien me inspiraba esas cosas. Además, me pareció que tú estabas rezando por mí. Entonces recobré la paz y la luz empezó a brillar. Pero ahora necesito que me acabes de iluminar, y por eso he venido». Y enseguida entablamos conversación. Y me siento feliz de seguir los dictados de mi corazón no teniendo ya que servir ningún plato amargo. Sí, pero... no tardo en darme cuenta de que no debo precipitarme, de que una sola palabra podría derribar todo el edificio construido entre lágrimas. 

Si tengo la mala suerte de decir una palabra que pueda atenuar lo que dije la víspera, veo que mi hermanita intenta agarrarse a ella como a un clavo ardiendo; entonces rezo interiormente una oracioncita, y la verdad acaba triunfando. Sí, toda mi fuerza se encuentra en la oración y en el sacrificio; son las armas invencibles que Jesús me ha dado, y logran mover los corazones mucho más que las palabras. Muchas veces lo he comprobado por experiencia. Pero hay una, entre todas ellas, que me ha dejado una grata y profunda impresión. 

Fue durante la cuaresma. Yo me encargaba por entonces de la única novicia que había en el convento, pues era su ángel. Un mañana vino a verme toda radiante: «Si supieras, me dijo, lo que soñé anoche... Estaba con mi hermana e intentaba desasirla de todas las vanidades a que está tan apegada. Para lograrlo, me puse a explicarle esta estrofa del Vivir de amor: «¡Jesús, amarte es pérdida fecunda! / Tuyos son mis perfumes para siempre». Yo veía que mis palabras penetraban en su alma, y estaba loca de alegría. 

Esta mañana, al despertarme, pensé que quizás Dios quería que le ofreciera esta alma. ¿Y si le escribiera después de la cuaresma contándole mi sueño y diciéndole que Jesús la quiere toda para sí?» Yo, sin pensarlo demasiado, le dije que podía muy bien intentarlo, pero que antes tenía que pedir permiso a nuestra madre. Como la cuaresma estaba todavía lejos de tocar a su fin, usted, Madre querida, se quedó muy sorprendida de semejante petición, que le parecía demasiado prematura.

Fuente: Catholic,net