Nuevas separaciones (I)
Pero antes de ver a la
familia reunida en el hogar paterno del cielo, tenía que sufrir aún muchas
separaciones. El mismo año en que fui recibida como hija de la Santísima
Virgen, ésta me arrebató a mi querida María, el único sostén de mi alma...
María era quien me guiaba, quien me consolaba, quien me ayudaba a practicar la
virtud, ella era mi único oráculo. Es cierto que Paulina ocupaba un lugar
privilegiado en mi corazón, pero Paulina estaba lejos, muy lejos de mí...
Celina y yo no
teníamos permiso para entrar más que al final, y justo el tiempo para que se
nos oprimiese el corazón... Por eso, no tenía en realidad más que a María, que
me era, por así decirlo, indispensable. Sólo a ella le contaba mis escrúpulos;
y la obedecía tan ciegamente, que mi confesor nunca llegó a conocer mi
vergonzosa enfermedad: yo sólo le decía el número de pecados que María me
permitía confesar, ni uno más. Así que podría haber pasado por el alma menos
escrupulosa del mundo, a pesar de serlo en sumo grado.
María sabía, pues, todo
lo que pasaba en mi alma y conocía también mis deseos del Carmelo; y yo la
quería tanto, que no podía vivir sin ella. Todos los años, nuestra tía nos
invitaba a ir, turnándonos, a su casa de Trouville. A mí me gustaba mucho ir,
pero con María; cuando no la tenía a mi lado, me aburría mucho. Una vez, sin
embargo, me lo pasé bien en Trouville. Fue el año en que papá realizó el viaje
a Constantinopla. Para distraernos un poco (pues estábamos muy tristes porque
papá estaba tan lejos), María nos mandó a Celina y a mí a pasar quince días en
la playa. Yo me divertí mucho, porque tenía conmigo a Celina. Nuestra tía nos
daba todos los gustos posibles: paseos en burro, pesca de agujas, etc.
Yo era
todavía muy niña, a pesar de mis doce años y medio. Me acuerdo de la
alegría que sentí cuando me puse las preciosas cintas azules que mi tía me
regaló para el pelo; y también me acuerdo que me confesé en Trouville de esa
complacencia infantil, que me parecía pecado... Una noche, tuve una experiencia
que me abrió mucho los ojos. María (Guérin), que casi siempre estaba enferma,
lloriqueaba con frecuencia, y entonces mi tía la mimaba y le prodigaba los
nombres más tiernos, sin que por eso mi querida primita dejase de lloriquear y
de quejarse de que le dolía la cabeza. Yo, que tenía también casi todos los
días dolor de cabeza, y no me quejaba, quise una noche imitar a María y me puse
a lloriquear echada en un sillón, en un rincón de la sala. Enseguida Juana y mi
tía vinieron solícitas a mi lado, preguntándome qué tenía. Yo les contesté,
como María: «Me duele la cabeza».
Pero al parecer eso de quejarme no se me daba
bien, pues no puede convencerlas de que fuese el dolor de cabeza lo que me
hacía llorar. En lugar de mimarme, me hablaron como a una persona mayor y Juana
me reprochó el que no tuviera confianza con mi tía, pues pensaba que lo que yo
tenía era un problema de conciencia... En fin, salí sin más daño que el haber
trabajado en balde y muy decidida a no volver a imitar nunca a los demás, y
comprendí la fábula de «El asno y el perrito». Yo era como el asno, que, viendo
las caricias que le hacían al perrito, fue a poner su pesada pata sobre la mesa
para recibir también él su ración de besos.
Pero, ¡ay!, si no recibí palos,
como el pobre animal, recibí realmente el pago que me merecía, y la lección me
curó para toda la vida del deseo de atraer sobre mí la atención de los demás.
¡El único intento que hice para ello me costó demasiado caro...! Al año
siguiente, que fue el de la partida de mi querida madrina, nuestra tía me
volvió a invitar, pero en esta ocasión a mí sola, y me encontré tan perdida y
tan fuera de lugar, que al cabo de dos o tres días caí enferma y tuvieron que
llevarme de vuelta a Lisieux. La enfermedad, que temían que fuese grave, no era
más que nostalgia de los Buissonnets, y apenas puse los pies en ellos me curé...
Bien, pues a esa niña iba Dios a arrebatarle el único apoyo que la ataba a la
vida... En cuanto supe la decisión de María, tomé la resolución de no volver a
apegar mi corazón a nada en la tierra...
Después de salir del internado, me
había instalado en el cuarto de pintura de Paulina y lo había arreglado a mi
gusto. Era una verdadera leonera, una mezcla de objetos de piedad y
curiosidades, un jardín y una pajarera... Así, por ejemplo, en el fondo
destacaba sobre la pared una gran cruz de madera negra, sin Cristo, y unos dibujos
que me gustaban. En otra pared, una cesta adornada con muselina y con cintas de
color rosa con hierbas finas y flores. Finalmente, en la otra pared, campeaba
el retrato de Paulina a los diez años.
Y bajo este retrato tenía una mesa sobre
la que estaba colocada una gran jaula en la que había encerrados un gran número
de pájaros cuyo gorjeo melodioso aturdía a los visitantes, pero no a su amita,
que los quería mucho... Tenía también el «mueblecito blanco», repleto de mis
libros de texto, cuadernos, etc.; y sobre este mueble tenía colocada una
estatua de la Santísima Virgen con floreros siempre llenos de flores naturales
y con candeleros; y, todo alrededor, una gran cantidad de imagencitas de santos
y santas, cestitas de conchas, cajas de cartulina, etc. Por último, delante de
la ventana, mi jardín colgante, en el que cuidaba macetas (con las flores más
raras que lograba encontrar).
Tenía también, en el interior de «mi museo», una
jardinera, en la que ponía mi planta favorita... Frente a la ventana,
estaba colocada la mesa, cubierta con un tapete verde, y sobre el tapete, en el
medio, tenía puesto un reloj de arena, una imagencita de san José, un
portarrelojes, cestas de flores, un tintero, etc... Algunas sillas rotas y la
preciosa cuna de muñecas de Paulina completaban mi ajuar. Realmente, esta pobre
buhardilla era un mundo para mí, y, como el Sr. de Maistre, también yo podría
componer un libro titulado «Paseo alrededor de mi cuarto».
Fuente: Catholic.net