Incluso
cuando te equivocas de camino, Él sigue ahí, no te deja
Me gustaría sentirme siempre querido por Dios. Es verdad que Él me mira mejor de lo que soy. O al menos mejor de cómo yo
me veo.
Él me llama por mi nombre. Ese nombre que sólo Él y yo
conocemos. Pero a veces me olvido de su voz.
Me gustaría tener una oración calmada para poder
escuchar siempre su voz y saber que está a mi lado, en mi camino. Incluso cuando creo seguir una que tal vez no es la que Él
hubiera elegido.
En mis aparentes decisiones equivocadas, está Él. En esas caídas que me han apartado de un camino sin tacha, inmaculado y
perfecto, también está Él. No me deja. No se va. Me llama, me acompaña, me
cuida. Me perdona. Me recuerda cuánto valgo.
Es esa misma voz que me dice que me ama, que me
anhela, que me espera. La reconozco. Esa voz que me alaba por las cosas que hay
en mí. Incluso por esas cosas que yo creo despreciables. Él las mira de otra
manera.
Y las transforma. Lo negro en blanco. Lo oscuro
en luz. Lo despreciable en querible. La mentira en verdad. La rabia en perdón.
No lo entiendo. Pero Él lo hace posible. Las
negaciones de Pedro en un amor para siempre. Las lágrimas del rechazo en un
abrazo hondo. Así lo hace conmigo cuando me alejo y vuelvo arrepentido.
El otro día una persona me comentaba: “Me cuesta
mucho alabar a Dios. Creo que es porque no soy capaz de alabar nada de lo que
hacen las personas a las que quiero. ¿Cómo voy entonces a alabar a Dios?”.
Me gustaría alabar a Dios por las obras que hace en
mí. Alabarle por su amor, por su presencia en mi vida. Darle gracias por ese
amor incondicional que me acepta como soy y me persigue para que no me pierda. Alabarle
admirando lo que yo hago, lo que otros hacen.
Tantas veces no soy capaz de alabar al que está más
cerca. Me quedo en su pecado, en su error, en su miseria. En lo que me gusta a
mí. Y no me elevo más alto. No profundizo en su belleza. No la veo. No alabo a
Dios por su vida. No le doy a él las gracias por caminar conmigo.
Me gustaría ser más niño, para dar gracias a Dios y a
los hombres. Más niño para ser más dócil. Decir que sí siempre a Dios. Sí a su
querer como si fuera un niño.
Creo que a veces pretendo ver la voluntad de Dios en
cualquier cosa. Y puedo confundirme. O puedo llegar a pensar que todo lo que
me piden es lo que Dios quiere para mí. Porque es bueno. Porque hace bien a
alguien.
Pero ser dócil no consiste en ser una marioneta en
manos de los hombres. No siempre quiere Dios todo lo que puede ser bueno de
forma objetiva. No es tan sencillo descifrar su querer y besarlo. No es
fácil mantener el sí dado en algún momento de nuestra vida en los labios y en
el corazón.
Me gustaría ahondar más en mi corazón para poder ver
lo que me quiere decir Dios en todas las circunstancias de mi vida. Para
fortalecer mi sí, mi amor.
Las ovejas no temen perder la vida porque confían en
el pastor. Se fían de su voz, de su amor. Se saben amadas. Y yo muchas veces no
me fío tanto. Tal vez no me sé tan amado. Mendigo cariño. Y escucho voces y
no sé distinguir cuál es la de Dios, cuál es la mía, cuál es la de los
otros.
Sé, gracias a Dios, que no voy solo. La oveja no va
sola. Busca a otros para emprender caminos nuevos y descansa en otros. Se deja
aconsejar por otros. Cuidar por otros. En los otros descubre el querer de
Dios, su voz oculta.
Hay personas que me enseñan a saber lo que es de Dios
y lo que no lo es. Me enseñan a distinguir la voz de Dios entre otras muchas.
Me falta interioridad. Me falta silencio. Y me falta
confrontar mis decisiones con otros. Dejarme
ayudar con humildad, para lograr enderezar los caminos cuando todo parece
torcerse.