Nació, la bauticé y murió. La vida cabe en una hora
Las doce de la
noche no son horas para llamar por teléfono, es una frontera psicológica que
marca el inicio de la preocupación. Sin embargo, para un capellán de hospital
es cosa ordinaria, un asunto que no espera demora. Una familia está a punto de
dar a luz a su cuarto hijo, es niña y llega con síndrome de Edwards (me tuve
que ir a Wikipedia para saber qué me estaban diciendo), una trisomía
incompatible con la vida.
Bajé a
paritorio para hablar con los padres. Me dijeron que, si nacía con vida,
querían bautizar a su hija María Victoria. Tenían el aspecto de familia
corriente, expectante ante la llegada de un nuevo milagro. Según Wikipedia la
niña podía vivir unas horas, una semana, quizá un mes, pero no más.
Hablé con una
matrona: “Bueno, hay madres que interrumpen el embarazo porque si el bebé llega
con esa clase de incompatibilidad prefieren ahorrarse el dolor, en cambio las
hay que escogen ver a su hijo”. No entendí bien el argumento, porque el sentido
común nos dice que cada vida, más allá de la voluntad de los progenitores,
llega con afán de seguir adelante, ya le sobrevenga un tiesto en la cabeza con
doce años, un ictus a los noventa, o una trisomía que solo les ponga una semana
por delante.
Subí a mi
habitación avisando de que me llamaran inmediatamente en el momento del parto.
María Victoria nació sin llorar, pronunciaba rítmicamente una escasa variedad
de hipidos, estaba cetrina pero era guapa. No tenía las arrugas típicas de los
bebés, que ya llegan al mundo lamentándose de un trauma. Tenía las facciones
perfectas.
Bautizada para
la vida eterna
María Victoria
llegó a la vida dormida, sugiriendo que por favor no la molestaran. La bauticé
sobre el pecho de su madre. Yo era consciente de que era un momento que llevaba
en su envés una marca histórica, el niño que ve nevar por primera vez, el pie
de Amstrong en la luna, la pulverización de una marca olímpica. Detrás de mí
todo el equipo médico estaba quieto y callado, nunca tanto silencio se acercó
tanto a una oración. La madre me dijo: “Padre, ¿es consciente de que acaba de
bautizar a mi hija para el más allá y no para esta vida?”. Y yo me callé, como
si estuviera ante el David de Miguel Ángel.
El padre, muy
emocionado, besaba a su mujer y a su hija sin ninguna clase de patrón. Llevaron
la cama a una habitación aparte para que los padres tuvieran más tranquilidad.
Entonces, no sé de dónde, aparecieron los hermanos de María Victoria. La madre
les había dicho que muy pronto se iba a ir al Cielo y ellos querían estar allí,
con su hermanita. Llegaron con un regalo, flores para la recién nacida, estaban
dispuestos a no perderse la fiesta.
Eran muy
pequeños, de esas edades inciertas con las que uno nunca termina de atinar, no
llegaban a los doce pero seguro que pasan de siete. La fueron besando con besos
de bienvenida, no se estaban despidiendo, el suyo era un comité de recepción en
toda regla. Y pusieron el cuarto patas arriba, se perseguían por aquella
habitación de ocho metros cuadrados contando chistes inocentes, se hicieron
cientos de fotos…
La madre los
mandaba callar: “Chicos, que nos van a echar del hospital”, y los niños se
reían, porque sabían que mamá estaba feliz y no hablaba muy en serio. Y
entonces María Victoria se fue al Cielo, solo la madre se dio cuenta de que la
niña ya no dormía, había dejado este mundo y sugirió a sus hijos que era hora
de marcharse. Los chavales remolonearon, pero se fueron.
Empezó un
pequeño duelo en los padres, ahora sí eran lagrimas de despedida. Una enfermera
se me acercó: “Envidio profundamente a esta familia”. En el backstage, llegaron
los funcionarios que hablaban de los trámites de la funeraria, de protocolos,
papeleos, orden de actuación, pero eso ocurría en el backstage, yo viví otra
cosa.
La vida de
María Victoria duró una hora exacta, trajo la emoción de su nacimiento,
mientras estuvo con vida dio mucho amor a quienes la besamos, y de repente se
marchó. Todo estuvo allí muy concentrado, la emoción del parto, esa alegría
inesperada de ponerse a vivir, como si viniéramos al mundo polinizados por un
misterio profundo, la enfermedad y el momento de la separación. No hace falta
decir que es la primera vez que veo el ciclo completo de una vida y quizá
parezca extraño, pero aquella noche fue inolvidable. En mis veinte años de
sacerdocio nunca se me había hecho un regalo tan inesperado.
Ahora, que leo
una biografía de la inclasificable pensadora Simone Weil, me topo con una frase
muy hermosa de Gustave Thibon: “La realidad profunda es demasiado eterna para
ser actual”.
Por Javier
Alonso Sandoica.
Artículo originalmente publicado por Alfa y Omega
