Existe,
sin embargo, el riesgo de abusar de casa, de convertirla en un nido
excesivamente largo, que alberga a quien ya debería volar por su
cuenta y riesgo
El nido es una etapa provisional en la vida de muchos
pájaros. Una pareja de jilgueros prepara un lugar para sus crías. Ponen huevos
y los incuban. Cuidan a los pequeños un día sí y otro también.
Con el pasar del tiempo, los pajarillos están más inquietos que nunca, hacen sus primeras experiencias de vuelo. Otras veces, son los adultos quienes incitan a la prole a lanzarse al vacío. Al final, el nido queda vacío y unos pájaros, ya adultos, cantan y vuelan llenos de juventud y de energía.
Con el pasar del tiempo, los pajarillos están más inquietos que nunca, hacen sus primeras experiencias de vuelo. Otras veces, son los adultos quienes incitan a la prole a lanzarse al vacío. Al final, el nido queda vacío y unos pájaros, ya adultos, cantan y vuelan llenos de juventud y de energía.
El mundo de los seres humanos tiene la experiencia del hogar, de la casa, que
es como un nido, aunque mucho más prolongado que en el mundo de los pájaros.
Si podemos evocar la vieja definición de Aristóteles, la casa (el nido humano)
es un recinto protector de bienes y personas. A esa definición podemos añadir
que la casa es el lugar donde inicia la vida de los nuevos seres humanos, donde
nacen los hijos (los pocos que no nacen en el hospital), donde reciben su
primera educación, donde son alimentados, cuidados, defendidos, amados.
Los niños pasan en el nido familiar mucho más tiempo que los jilgueros o los
pericos. Es cierto que pronto van a un kinder o a una escuela. Además,
disfrutan mucho esos pequeños o grandes paseos que realizan con sus padres,
primero en un carrito de ruedas, luego de la mano (o en brazos) de papá y mamá.
Conforme el tiempo pasa, los niños y los adolescentes empiezan a tener mayor
libertad, a ir con los amigos, a participar en fiestas o excursiones. Pero
siempre tienen abierta la puerta de casa, que no deja de ser el punto de
referencia para comer, dormir y escuchar, esperamos, buenos consejos.
A cierta edad, en muchos pueblos del pasado y en no pocos del presente, el hijo
maduraba lo suficiente para dejar el hogar. O, aunque no fuese maduro, recibía
una orden más o menos clara de recorrer el camino de la propia vida como
adulto, fuera de la protección continua de sus padres.
Hoy, sin embargo, es muy frecuente el fenómeno de hijos que siguen en casa
después de los estudios, incluso si tienen la dicha de haber encontrado su
primer trabajo. El hogar se convierte en un punto seguro donde encontrar
despensa llena, comida preparada, ropa limpia; y, seguramente, cariño constante
y fiel de los padres, aunque a veces empiecen a mostrar señales de cansancio.
Existe, sin embargo, el riesgo de abusar de casa, de convertirla en un nido
excesivamente largo, que alberga a quien ya debería “volar” por su cuenta y
riesgo. Los padres nunca dejan de ser padres y de ayudar a cualquier hijo que
les pida una mano. Pero no pueden vivir pendientes de quien ya tiene 30, 35 ó
incluso 40 años y no acaba de decidirse a construir su propia vida.
Las causas de este fenómeno son complejas. Por un lado, los jóvenes se casan
cada vez más tarde. Lo cual, en cierto modo, no es sólo una causa, sino efecto
de otros factores sociales: la siempre mayor duración de los estudios, los
altos precios para conseguir una vivienda, la dificultad en conseguir un empleo
estable y bien remunerado, los miedos a contraer un compromiso tan serio como
el del matrimonio.
A lo anterior se suma el que muchos jóvenes y no tan jóvenes no alcanzan
aquella madurez que les permitiría dejar de depender de la cartera de sus
padres para, de una vez, iniciar a vivir por su propia cuenta.
Es cierto que en otras épocas los jóvenes entraban al mundo del trabajo en el
mismo lugar donde trabajaban sus padres: en el campo de labranza, en el taller
del zapatero o en la casa del herrero. Pero el mundo industrializado ha
cambiado mucho los sistemas del pasado para promover una mayor movilidad social
y un “desenganche” fuerte y rápido de los hijos respecto del propio núcleo
familiar.
El proceso que favorecía (y favorece todavía hoy en muchos lugares)
emancipaciones rápidas está ahora en crisis. Lo cual explica el que se
produzcan adolescencias largas, muy largas, que llevan a encontrarnos con
hombres y mujeres de más de 30 años que viven en un elevado grado de
dependencia respecto de sus padres.
Puede ser que algunos de esos hijos ya tengan un trabajo, incluso remunerado
hasta el punto de permitir una vida autónoma. Pero seguir en casa ahorra muchos
problemas y facilita enormemente la vida. El hijo adulto no tiene que pagar el
gas, el teléfono, la luz, el agua. La comida llega a casa puntualmente, no hay
que cocinar, a veces ni siquiera uno se ofrece para ayudar a sus padres en las
tareas de la casa (lavado de ropa y vajilla, limpieza general).
No sería correcto decir que todas las situaciones llegan a estos extremos, ni
que las causas sean las mismas. Pero sí es importante reconocer que mucho tiene
que cambiar en una sociedad que dificulta el compromiso, que hace casi
imposible la adquisición de la primera casa, que ve al matrimonio como un salto
en el vacío, que no permite el acceso a contratos justos para los jóvenes.
Un cambio drástico de este panorama resulta difícil. Aunque el problema es
real, no conviene dramatizar la presencia de hijos adultos en casa. Pero
tampoco permitir que vivan como “niños bien” sin colaborar seriamente en las
distintas tareas y en los costos del hogar.
Mientras los hijos encuentran el modo de volar por su cuenta, pueden madurar, y
mucho, si asumen sus propias responsabilidades en el hogar, si empiezan a
moverse en el volumen de facturas que agobian a sus padres, si ayudan en las
tareas domésticas, si viven no como inquilinos sino como quienes han recibido
mucho y empiezan a dar, a quienes les han amado, cariño, compromiso y esfuerzo
sincero.
Por P. Fernando Pascual
Fuente: Catholic.net
