Primera comunión (II)
Había escrito al P. Pichon
para encomendarme a sus oraciones, y diciéndole también que pronto sería
carmelita y que entonces él sería mi director espiritual. (Y así ocurrió
efectivamente cuatro años más tarde, pues en el Carmelo pude abrirle mi
alma...).
María me entregó una carta suya. ¡Realmente, era feliz...! Todas las
alegrías me llegaban juntas. Lo que más me gustó de su carta fue esta frase:
«¡Mañana celebraré el santo sacrifico por ti y por Paulina!»
El 8 de mayo
Paulina y Teresa quedaron más unidas que nunca, pues Jesús parecía fundirlas en
una, inundándolas de sus gracias... Finamente llegó el más hermoso de los días.
¡Qué inefables recuerdos han dejado en mi alma hasta los más pequeños detalles
de esta jornada de cielo...! El gozoso despertar de la aurora, los besos
respetuosos y tiernos de las profesoras y de las compañeras mayores...
La gran sala repleta de copos de nieve, con los que nos iban vistiendo a las
niñas una tras otra.
Y sobre todo, la entrada en la capilla y el precioso canto
matinal «¡Oh altar sagrado, que rodean los ángeles!» Pero no quiero entrar en
detalles. Hay cosas que si se exponen al aire pierden su perfume, y hay
sentimientos del alma que no pueden traducirse al lenguaje de la tierra sin que
pierdan su sentido íntimo y celestial. Son como aquella «piedra blanca que se
dará al vencedor, en la que hay escrito un nombre nuevo que sólo conoce el que
la recibe». ¡Qué dulce fue el primer beso de Jesús a mi alma...! Fue un beso de
amor. Me sentía amada, y decía a mi vez: «Te amo y me entrego a ti para
siempre».
No hubo preguntas, ni luchas, ni sacrificios. Desde hacía mucho
tiempo, Jesús y la pobre Teresita se habían mirado y se habían comprendido...
Aquel día no fue ya una mirada, sino una fusión. Ya no eran dos: Teresa había
desaparecido como la gota de agua que se pierde en medio del océano. Sólo
quedaba Jesús, él era el dueño, el rey. ¿No le había pedido Teresa que le
quitara su libertad, pues su libertad le daba miedo? ¡Se sentía tan débil, tan
frágil, que quería unirse para siempre a la Fuerza divina...! Su alegría era
demasiado grande y demasiado profunda para poder contenerla. Pronto la
inundaron lágrimas deliciosas, con gran asombro de sus compañeras, que más
tarde comentaban entre ellas: «-¿Por qué lloraba? ¿Habría algo que la
atormentaba? -No, sería porque no tenía a su madre a su lado, o a su hermana la
carmelita a la que tanto quiere».
No comprendían que cuando toda la alegría del
cielo baja a un corazón, este corazón desterrado no puede soportarlo sin
deshacerse en lágrimas... No, el día de mi primera comunión, no me entristecía
la ausencia de mamá: ¿no estaba el cielo dentro de mi alma, y no ocupaba
en él un lugar mi mamá desde hacía mucho tiempo? Entonces, al recibir la visita
de Jesús, recibía también la de mi madre querida, que me bendecía y se alegraba
de mi felicidad... Y no lloraba tampoco la ausencia de Paulina.
Qué duda cabe
que me habría encantado verla a mi lado, pero hacía mucho tiempo que había
aceptado ese sacrificio. Aquel día, sólo la alegría llenaba mi corazón; y yo me
unía a mi Paulina, que se estaba entregando de manera irrevocable a Quien tan
amorosamente se entregaba a mí... Por la tarde, fui yo la encargada de
pronunciar el acto de consagración a la Santísima Virgen. Era justo que yo, que
había sido privada tan joven de la madre de la tierra, hablase en nombre de mis
compañeras a mi Madre del cielo. Puse toda mi alma al hablarle y al consagrarme
a ella, como una niña que se arroja en los brazos de su Madre y le pide que vele
por ella.
Y creo que la Santísima Virgen debió de mirar a su florecita y
sonreírle. ¿No la había curado ella con su sonrisa visible...? ¿No había ella
depositado en el cáliz de su florecita a su Jesús, la Flor de los campos y el
Lirio de los valles...? Al atardecer de aquel hermoso día, volví a encontrarme
con mi familia de la tierra. Ya por la mañana, después de Misa, había abrazado
a papá y a todos mis queridos parientes. Pero ahora fue la verdadera reunión.
Papá, tomando de la mano a su reinecita, se dirigió al Carmelo... Allí vi a mi
Paulina, convertida en esposa de Cristo. La vi con su velo, blanco como el mío,
y con su corona de rosas... ¡Fue una alegría sin amarguras! ¡Esperaba reunirme
pronto con ella, y esperar juntas el cielo! No fui insensible a la fiesta de
familia que tuvo lugar en aquel atardecer de mi primera comunión.
El precioso
reloj que me regaló mi rey me gustó muchísimo. Pero mi alegría era serena, y
nada vino a turbar mi paz interior. María me acostó con ella la noche que
siguió a aquel hermoso día, pues a los días más radiantes les sigue la
oscuridad, y sólo el día de la primera, de la única, de la eterna
comunión del cielo será un día sin ocaso... El día siguiente a mi primera
comunión fue también un día hermoso, pero estuvo teñido de melancolía. Ni el
precioso vestido que María me había comprado, ni todos los regalos que había
recibido me llenaban el corazón. Sólo Jesús podía saciarme. Ansiaba el momento
de poder recibirle por segunda vez. Aproximadamente un mes después de mi
primera comunión, fui a confesarme para la fiesta de la Ascensión, y me atreví
a pedir permiso para comulgar.
Contra toda esperanza, el Sr. abate me lo
concedió, y tuve la dicha de arrodillarme a la Sagrada Mesa entre papá y María.
¡Qué dulce recuerdo he conservado de esta segunda visita de Jesús! De nuevo
corrieron las lágrimas con inefable dulzura. Me repetía a mí misma sin cesar
estas palabras de san Pablo: «Ya no vivo yo, ¡es Jesús quien vive en mí...!» A
partir de esta comunión, se fue haciendo cada vez mayor mi deseo de recibir al
Señor. Obtuve permiso para comulgar en todas las fiestas importantes. La
víspera de estos días dichosos, María me ponía al atardecer en su regazo y me
preparaba como lo había hecho para mi primera comunión. Recuerdo que una vez me
habló del sufrimiento, diciéndome que probablemente yo no transitaría por ese
camino, sino que Dios me llevaría siempre como a una niña...
Al día siguiente,
después de comulgar, me volvieron a la memoria las palabras de María. Y sentí
nacer en mi corazón un gran deseo de sufrir, y, al mismo tiempo, la íntima
convicción que Jesús me tenía reservado un gran número de cruces. Y me sentí
inundada de tan grandes consuelos, que los considero como una de las mayores
gracias de mi vida. El sufrimiento se convirtió en mi sueño dorado. Tenía un
hechizo que me fascinaba, aun sin acabar de conocerlo. Hasta entonces, había
sufrido sin amar el sufrimiento; a partir de ese día, sentí por él un
verdadero amor. Sentía también el deseo de no amar más que a Dios y de no
hallar alegría fuera de él. Con frecuencia, durante las comuniones, le repetía
estas palabras de la Imitación: «¡Oh, Jesús, dulzura infinita, cámbiame en
amargura todos los consuelos de la tierra...!»
Esta oración brotaba de mis
labios sin esfuerzo y sin dificultad alguna. Me parecía repetirla, no por
propia voluntad, sino como una niña que repite las palabras que le inspira un
amigo... Más adelante te diré, Madre querida, cómo tuvo a bien Jesús hacer
realidad mi deseo y cómo sólo él fue siempre mi dulzura inefable. Si te hablase
de ello ahora, tendría que anticipar el relato de mis años de juventud, y aún
me quedan por contar muchos detalles de mi vida de niña.
Fuente: Catholic.net
