La
infidelidad provoca un dolor tan profundo y grave que no se puede seguir
"como si no hubiera pasado nada"
Mi esposo era un hombre
admirado por mí y yo había abierto todos los espacios posibles a sus afanes, lo
que aprovechó para hacer más cosas por las que descuidó ser mejor persona.
Los recuerdos de esa
admiración se convirtieron en fuente de desilusión y amargura; en ellos fui
además de ilusionada esposa y madre, su esmerada colaboradora para que
terminara su maestría, para que lograra destacar como profesional y para que se
le reconociera socialmente.
Yo a mi vez esperaba el momento para reanudar una
carrera trunca con el anhelo de realizarme en mi vocación, aunque solo fuera
por tiempos para no afectar la atención a la familia. Olvidándome de todo,
había hecho de mi vida un tapete para que pisara cómodo ante sus retos,
dificultades y penas. Con todo yo era feliz sin dudarlo, lo amaba y era todo
para mí.
El golpe me sacudió en lo más
profundo de mí ser al descubrir su infidelidad que duraba ya dos años y un hijo
de aquella relación. Me desanime profundamente por la vida de matrimonio en la
que el “para que” de todas mis ilusiones se había desvanecido.
Sabía que mi esposo me seguía amando, que no lo perdería si yo no
quería y que de alguna manera reaccionaría a su error, pero yo no estaba segura de volverlo a aceptar ni de querer
seguir nuestro matrimonio, me
encontraba en un profundo duelo. Cuando llego el momento en que lo enfrentó
conmigo, me pidió perdón y una segunda oportunidad, a lo que solo le contesté
que lo intentaría; pero en realidad me
negué interiormente, pues fue tanto la realidad de la ofensa que pretendí
ignorarla u olvidarla para no tener que perdonar, pero no lo logre.
Cuando el dolor se intensifico, me di
cuenta que así era porque el efecto del agravio había quedado dentro de mí a
consecuencia de algo no resuelto, y el
veneno del resentimiento corría en mi interior consumiéndome.
Decidí entonces enfrentar la verdad y asumir una definitiva
decisión: seguir o terminar.
Para mí fue necesario someter
la ofensa a un análisis riguroso, ver de frente la injusticia de que había sido
objeto, en toda su crudeza para hacer consciencia de lo que enfrentaría con
exactitud. Necesite valor de ver y tocar una herida que ya supuraba y olía mal;
al hacerlo, no podía distorsionar, disculpar, ignorar, porque era necesario ver
el mal de frente llamándolo por su nombre, y solo con ese realismo tomar la
decisión.
Y decidí seguir hacia adelante dándole “crédito” a mi marido, en
espera de que pagara la deuda.
Una vez tomada la decisión,
hable claramente con mi esposo con determinación y la mayor serenidad posible
describiéndole exactamente lo mucho que me había herido y lo que me costaba el
perdón. Debía conocer los sentimientos de mi dolor, lo mismo en el alma que en
el cuerpo; tanto que en este tiempo llegue a tener fiebre, en mis movimientos
sin fuerzas llegue a casi arrastrarme para atender a mis hijos, y a
partir de entonces, luchar a diario por sobreponerme e intentar volver a
levantar el edificio de la vida familiar juntando ladrillo por ladrillo mientras él, aun con buenas intenciones,
solo esperaba que pasara la tormenta.
Luego, le deje claro que
debía reconocer o al menos adquirir consciencia a través de mis juicios acerca
del daño que además de a mí, se había hecho a sí mismo como persona, esposo y
padre.
Que me había faltado al
fallar al compromiso de un amor debido en justicia en una unión plena, total e
indisoluble.
Que había traicionado mi amor
y el profundo vinculo personal y sacramental de nuestra relación.
Que su intimidad, que me
pertenecía, la había compartido con otra persona, había demostrado una gran inmadurez
afectiva, no había sido capaz de presidir personalmente su sexualidad.
Que había expuesto la vida,
seguridad material y afectiva de sus hijos.
Que a través de la simulación
y la mentira “había engañado a otra persona y traído
al mudo a un hijo que carecería de verdadera paternidad”,exponiéndolo
a todos los males que eso puede acarrear.
Que conceder mi perdón no era
ceder mi derecho a que jamás volviera a suceder.
Que había en todo, una
profunda falta de responsabilidad a la que estaba exponiendo la sensibilidad de
su consciencia.
Que en todo ello, había
contraído una deuda moral por la que tenía que compensar, y que no era solo
cuestión de borrón y cuenta nueva.
Fue una conversación que se
extendió a una larga tarde en la que juntos miramos sin rodeos el pecado, la
parte inexcusable, cuando se han descartado todas las circunstancias atenuantes
que en estos casos puedan existir.Me escucho y hubo de ver su infidelidad
en toda su bajeza y malicia, para que desde esta tremenda realidad pedir
realmente mi perdón y valorarlo.
Concluimos que eso y nada más
que eso es el perdón, que la capacidad de perdonar y el perdón en nosotros
siempre podremos recibirlos de Dios, si lo pedimos.
La mujer suele tener mayor capacidad de perdonar, precisamente porque
personaliza más sus sentimientos. Por lo mismo, la mujer ama más y sufre más,
siendo por naturaleza más esposa que el esposo, esposo; y más madre que el
padre, padre.
Para perdonar se requiere fortaleza, tanto para tomar la decisión
de liberar al otro de la deuda moral contraída por la ofensa, como para que
esta sea firme y se pueda mantener la decisión con el transcurso del tiempo.
La decisión de perdonar no produce automáticamente la cauterización de
la herida, ni la desaparición de ella en la memoria; con lo que si no se
reitera esa decisión, cada vez que la herida se sienta o la ofensa se recuerde,
se corre el peligro de volver a consentir el resentimiento y retirar el perdón.
Por lo tanto el ofensor queda obligado a ser mejor persona, esposo o
esposa; padre o madre, ahogando el mal en abundancia de bien como parte del
proceso de pago de la deuda moral contraída, de no ser así, corre el riesgo de
exponer el perdón obtenido por no haber sabido valorarlo.
A pesar de las disposiciones anteriores, hay ocasiones en que perdonar
supera la capacidad personal. Es entonces el momento de
recordar que el perdón, en su esencia más profunda es divino, por lo que se
hace necesario acudir a Dios para poderlo otorgar.
Los hombres no lo sabríamos si no nos lo enseñara Jesucristo.
Fuente: Por Orfa Astorga de Lira, Orientadora familiar. Máster
en matrimonio y familia por la Universidad de Navarra/Aleteia