Cuando
una persona exhala su último aliento, muere. Su cuerpo retorna al polvo. Este
hecho natural sirvió al pueblo de Israel para afirmar que el principio de la
vida está en el aliento que Dios insufló en Adán, el primer hombre, cuando
sopló sobre el barro inanimado y lo convirtió en un ser vivo.
La
imagen de Dios, modelando al hombre barro e insuflando en él aliento de vida,
contrasta con otros pasajes de la Biblia, donde Dios retira su aliento del
hombre y le causa la muerte. Vida y muerte dependen de Dios, del aliento que él
da o quita a todo ser vivo. Así, el salmo 104 dice de los seres vivos: «les
retiras el aliento, expiran y vuelven a ser polvo; envías tu espíritu y los
creas, y repueblas la faz de la tierra» (29-30).
Dios
no es sólo autor de la vida física, sino también de la vida sobrenatural, que
permite al hombre aspirar a la inmortalidad. No nos ha dado sólo el aire de los
pulmones, sino el Espíritu eterno, que nos hace seres espirituales. Cuando
Jesús se aparece a sus apóstoles el día de la Resurrección y, según san Juan,
«exhaló su aliento sobre ellos», se reproduce la escena del Génesis. El aliento
de Cristo, su soplo divino, es el Espíritu de Dios capaz de recrear al hombre y
hacer de él un ser nuevo, vivificado por aquel, que, gracias a la Resurrección,
se ha convertido en «espíritu que da la vida» (1Cor 15,45). Se trata de la
nueva creación anunciada por los profetas y realizada en la etapa culminante de
la historia. Esto es Pentecostés. El advenimiento definitivo de la gracia.
Por
eso, Cristo, después de exhalar su espíritu sobre los apóstoles, explica el
significado de su gesto: «Recibid el Espíritu Santo: a quienes perdonéis los
pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan
retenidos». Sólo el Espíritu puede devolver al hombre la paz perdida por el
pecado de Adán en el paraíso. Sólo el Espíritu puede realizar el milagro de la
nueva creación, que permite al hombre pasear por el jardín del Edén, dialogando
con Dios, a la brisa de la tarde, como hacían a diario Adán y Eva. El mismo
Espíritu de Dios que convirtió el caos inicial en cosmos bello y ordenado, es
el que, por el soplo de Cristo, recrea a los apóstoles y los convierte en
instrumentos de su gracia.
Ser
cristiano es vivir bajo la acción del Espíritu de Dios. Así lo afirma san
Pablo: «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de
Dios» (Rom 8,14). No somos esclavos de la carne para dejarnos llevar por sus
impulsos y pasiones. Hemos recibido el Espíritu de la libertad, que nos hace
libres. El hombre se deja llevar con frecuencia de su condición terrena,
material —lo que la Escritura llama carne—, y experimenta la esclavitud
que le atrae hacia la muerte. Vive con «el corazón encorvado sobre sí mismo»,
según la expresión de san Agustín. El Espíritu de Dios, por el contrario, nos
descentra de nosotros mismos, nos atrae hacia la Vida del Resucitado. Por eso,
el Espíritu y la carne siempre están en lucha permanente. Y para salir
victoriosos de esta lucha, el Espíritu viene en ayuda de nuestra necesidad. Y
gime en nosotros con gemidos inefables hasta llevarnos a la plena libertad de
los hijos de Dios.
Nada
es el hombre sin el aliento de Dios. Si lo retira de nuestro barro, volvemos al
polvo. Si lo retira de nuestra alma, perdemos la batalla contra la carne, y
hasta lo más espiritual de nuestra vida se convierte en «mundanidad
espiritual», como dice el Papa Francisco. Era necesario Pentecostés, el bautismo
del Espíritu. Era necesario que el viento, el fuego y las lenguas descendieran
sobre los apóstoles y naciera la Iglesia, la casa donde el hombre, que es
barro, llegara a ser «hombre espiritual», que se deja llevar siempre por el
Espíritu de Dios.
+
César Franco
Obispo
de Segovia
Fuente: Obispado de Segovia