El sacerdote
italiano, director de la Domus Bethaniae, visitó recientemente nuestro país
para presentar La Biblia. Escrutad las Escrituras, de la que es uno
de sus directores
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| Francesco G. Voltaggio./Carlos Mira | 
La vida del
padre Francesco Giosuè Voltaggio, sacerdote de la diócesis de Roma fidei
donum al Patriarcado Latino de Jerusalén, está profundamente marcada por
Tierra Santa. Lleva viviendo allí más de 20 años con diversos encargos. El
actual es ser director de la Domus Bethaniae en Jerusalén, un centro
especializado en los orígenes del cristianismo. En Jerusalén se especializó
—hizo el doctorado— en Ciencias Bíblicas y Arqueología en el Studium Biblicum
Franciscanum. Pero su relación no es meramente académica o ministerial, comenzó
mucho antes. Cuando apenas contaba cuatro años, viajó con sus padres a Tierra
Santa. Y no se quedó ahí, porque la tierra santa fue escenario de la curación
de su hermano y, a la postre, del descubrimiento de su vocación sacerdotal, y
de la muerte de su padre.
Voltaggio pasó
por España en septiembre para presentar La Biblia. Escrutad las Escrituras,
de la que es uno de los directores internacionales, —«una ocasión de gracia
para que nos dejemos atraer por la luz de la Palabra»—, y para presentar el
último de sus libros publicado en español. Se trata de En la tempestad,
Dios. Sobre el dolor: entre la Biblia y la filosofía. «Dios no habla en la
tempestad, habla en voz de silencio sutil», afirma.
—¿Dios
construye la historia de salvación a través del sufrimiento?
—En primer lugar, a Dios se le puede encontrar en las cosas más lindas de la
vida. Esto es importante. Ahora bien, es cierto que  estamos marcados por
el sufrimiento, pero no todos se encuentran con Dios en él. Uno puede
rebelarse. El sufrimiento marca la historia del pueblo de Israel y, a través de
él, podemos ver cómo Dios no es moralista, pues hay sufrimientos que no son
consecuencia del pecado del pueblo —otros sí—. Pero Dios saca el bien de esta
realidad, como hizo con la resurrección después de la cruz. Jesucristo fue un
inocente que resucitó, pero su salvación es también para los que lo mataron,
para los que lo traicionaron y renegaron de él. Esta es la maravilla del
cristianismo, que, aunque estemos destruidos, Dios puede reconstruirnos, diría
más, regenerarnos. A pesar de todo, siempre quedan heridas. Hay algo que me
impresiona y es que Jesucristo resucitado tiene heridas, son heridas
transfiguradas, pero heridas al fin y al cabo.
—En la
tempestad, Dios, la figura de Job tiene un gran protagonismo. ¿Qué podemos
aprender de su sufrimiento?
—Aprendemos, como decía, que Dios no es moralista. A menudo, intentamos
moralizar el sufrimiento. Lo hacemos porque no podemos aceptarlo. El hombre
busca razones, un chivo expiatorio, porque es más sencillo. Job no actúa así,
sabe que su lucha es con Dios. Hay sufrimientos que podemos explicar, que son
causa directa de la libertad del hombre, pero otros no, y son difíciles de
entender. Aprendemos de Job que podemos desahogarnos con Dios y decirle cosas
que, a priori, pueden parecer escandalosas. Aprendemos que, muchas
veces, nuestra relación con Dios es una lucha, pero una lucha para el bien,
porque Dios nos ama, aunque a veces desaparece. También vemos que Dios nos
rompe los esquemas.
—¿Por qué
Dios habla en silencio?
—No lo sé. Me cuesta entenderlo. Creo que, a veces, se queda sin palabras. Es
un misterio. Muchos santos han tenido momentos de silencio de Dios muy duros.
Pienso en santa Teresa de Ávila, santa Teresa de Calcuta… El sufrimiento es un
misterio, porque no solamente nos afecta a nosotros, sino que también es una
vía de santificación para los otros. Nosotros somos el cuerpo de Cristo en esta
tierra, que padeció en la cruz, y nuestro sufrimiento es una misión, porque no
se evangeliza solo con la palabra, también se evangeliza a través del
sufrimiento y del silencio. Pero volviendo a la cuestión inicial, diría que hay
momentos en los que Dios está en silencio porque se queda sin palabras. Cuando
ya no puede salvar al hombre a través de su manifestación, se queda en
silencio. Es decir, permite sufrimientos, guerras…, aunque no las quiera, para
despertar al hombre, porque tiene que salvarlo, sacarlo del engaño en el que
vive. 
—¿Cómo le
habló a usted Dios? ¿Cómo le llamó al sacerdocio?
—Nací en una familia muy cristiana, porque el matrimonio de mis padres fue
salvado por Jesucristo en la Iglesia, a través del Camino Neocatecumenal. Ellos
me transmitieron la fe desde pequeño. Cuando transitaba entre los 17 y los 19
años, tuve una crisis fuerte. Me encontraba entre dos caminos, en el sentido de
que tenía una novia que no era cercana a la Iglesia. Entonces, mi hermano
enfermó, con una depresión muy fuerte. Un allegado de la familia le dijo a mi
padre que lo llevase a Tierra Santa y quedaría curado. Le contestó que no, que
era una locura. Los médicos también estaban en contra. Pero mi padre estimaba a
esta persona y confiaba en ella, así que, aunque veía que era una locura, lo
llevó.
—¿Y qué
sucedió?
—Mi hermano fue a Tierra Santa en una peregrinación, porque mis padres tenían
que llevar a un grupo, y volvió curado. Y no solo eso, sino que viajó con el
pasaporte caducado y logró entrar a Israel. Mis hermanos árabes cristianos
dicen que el milagro no fue la curación, sino que lo dejaran entrar. Al
parecer, un jefe del servicio secreto se conmovió al oír la historia y permitió
su acceso. Esta situación me abrió el oído, y en la Jornada Mundial de la
Juventud de Denver (EE. UU.), en 1993, el Señor me llamó. Dejé a mi novia y
entré en el seminario.
—Su relación
con los Santos Lugares empezó antes…
—Cuando tenía cuatro años, mis padres nos llevaron hasta allí como acción de
gracias a Dios. Mis primeros recuerdos son de Tierra Santa y siempre había
tenido el sueño de aprender hebreo y árabe. Esto nunca lo dije en el seminario,
pero, después, providencialmente, el cardenal Ruini, tras hablar con Kiko
Argüello y Carmen Hernández, me envió a estudiar el doctorado a Tierra Santa.
Yo no elegí nada. Pero hay más. Porque mi padre, agradecido a Dios por el
milagro, confesaba que sería el hombre más feliz del mundo si se moría allí. Y
el Señor lo escuchó. Mi padre falleció en Tierra Santa. Mi vocación nació
gracias a mi comunidad, al Camino Neocatecumenal, donde experimenté la
misericordia de Dios en la Iglesia y, después y hasta ahora, en una relación muy
estrecha con Tierra Santa, por los planes misteriosos de Dios.
—¿Y cómo ha
moldeado Tierra Santa su manera de ser sacerdote?
—Vivir en Tierra Santa es una inmersión en la historia y la geografía de la
salvación. Hay lugares que he visitado entre 50 y 100 veces y siempre descubro
algo nuevo. 
—Usted es un
gran estudioso y divulgador de las tradiciones judías, ¿qué nos aporta el
judaísmo a los cristianos?
—Todo. Nos guste o no, y esto no es político, Dios ha decidido revelarse en un
lugar concreto, en un espacio concreto y a un pueblo concreto. El Antiguo
Testamento es Palabra de Dios para nosotros, revelación. Y esta es histórica,
pues se ha revelado en un pueblo, pero no solo a través de la Escritura, sino
también de la tradición. La Biblia no es solo un escrito, la revelación ha sido
entregada a un pueblo concreto que lo ha transmitido de generación en
generación, que lo ha escrito y reinterpretado, un pueblo vivo, y eso es parte
de la revelación. Tienen todo, pero les falta el culmen de todo, que es el
Mesías, que todavía lo están esperando. La novedad es Cristo, el Mesías, pero
este viene del pueblo judío. Dice san Pablo que si el rechazo de los judíos fue
nuestra salvación, qué no será la redención de este pueblo.
—¿Y qué nos
ofrecen los árabes cristianos?
—Tienen tradiciones muy interesantes. Una de ellas es la hospitalidad. Cuando
te acogen en casa, llenan la mesa de comida. El huésped es lo más importante.
Enseñan a sus hijos a servir. Esto ilumina, por ejemplo, el pasaje en el que se
narra la acogida de Abrahán a los ángeles. Para ellos, el signo de amor más
grande hacia un amigo es darle un pedazo de comida en la boca, directamente. Y
esto nos lleva a lo que hace Jesús en el Evangelio con sus discípulos, también
con aquel que lo va a entregar. Otro ejemplo. En las bodas, un grupo de chicas
suele salir a la calle con antorchas en procesión. En un pueblo, pregunté
quiénes eran. Las que todavía no se habían casado, me dijeron. Y entendí la
parábola de las diez vírgenes.
—Ahora está
implicado en la Domus Bethaniae. ¿En qué consiste este proyecto?
—Es una casa, un centro de estudio que se encuentra en Betania, en el Monte de
los Olivos. Es un lugar precioso, con un parque muy grande. La casa está
pensada para gente que quiere hacer un año de inmersión en Tierra Santa, sobre
todo, para sacerdotes. Se profundiza en las huellas de Jesucristo, del pueblo
judío, de los apóstoles, de la Virgen María y de la Iglesia. También de Carmen
Hernández, que hizo una peregrinación histórica en los años 60 que la marcó
mucho y gracias a la que han surgido muchas iniciativas. Ella decía que en
Tierra Santa las Escrituras se abren. Es una experiencia espiritual y de
estudio de los orígenes de la Iglesia. Durante el año, visitamos todos los
lugares posibles de Israel y Palestina, y viajamos a Egipto, Jordania, Turquía,
Grecia y Chipre. Es un tiempo de estudio, pero también de volver al primer
amor, de profundizar en las sagradas escrituras, en la liturgia madre de
Jerusalén. No son estudios bíblicos, porque en Jerusalén ya hay facultades de
gran tradición, pero el Dicasterio para la Cultura y la Educación reconoce este
programa como diploma de la Pontificia Universidad Lateranense y puede
convalidarse como un año de Licenciatura en Teología.
—Más allá de
Jesucristo o María, ¿qué personaje bíblico ha marcado su vida de fe?
—Me gusta mucho el icono de la lucha de Jacob. En un momento en el que ya no
puede más, a orillas del río Jaboc, se queda solo durante la noche y tiene una
lucha con un personaje misterioso que no sabe quién es. Después descubre la
presencia de Dios y reconoce que lo ha visto cara a cara. Jacob sale de esta
lucha débil, cojeando, pero fuerte. Y cruza el río para encontrarse con su
hermano Esaú, con quien estaba enfrentado. Esta debilidad y esta fuerza
caracterizan nuestra vida. Tras el encuentro con Dios, Jacob puede abrazar a su
hermano y decirle: «He visto tu rostro como se ve el rostro de Dios». Esto
tiene resonancias existenciales, filosóficas y hasta políticas, porque la única
manera de reconciliarse con los otros es ver su sufrimiento. Además, este pasaje
es, según los Padres de la Iglesia, un icono de la oración y una prefiguración
de la resurrección.
—¿Cómo reza
usted?
—La mejor oración es la liturgia. No hay oración más grande. Es la mística del
cristiano. Además, en mi caso, es una gracia poder escrutar la Escritura en las
lenguas originales. Otra cosa que quiero destacar es que la Palabra de Dios es
algo vivo, habla a mi vida hoy y a mi situación.
—Se acaba de
presentar la edición en español de La Biblia. Escrutad las Escrituras.
¿Qué tiene de especial?
—Es una biblia científica, pero, a la vez, divulgativa. Tiene una introducción
general que explica bien los principios que la han animado, hay notas técnicas
que tienen en cuenta los avances de la exégesis y que incluye la geografía de
la salvación, esto es, los últimos descubrimientos arqueológicos. Las notas
están llenas de la tradición judía, teniendo en cuenta el eventual trasfondo
griego o de otras culturas, pero también de los padres de la Iglesia. Cuenta
con más pasajes paralelos que cualquier otra biblia en el mundo, de modo que
uno puede escrutar o hacer la lectio divina y comprobar que la Palabra,
como dice san Efrén el Sirio, es un árbol de vida con ramas y frutos
exquisitos. Esta Palabra es una fuente inagotable. Es una Biblia que se puede
usar para el estudio, pero está pensada para la lectura orante.
—Para la scrutatio…
¿En qué consiste?
—Lo primero que hay que hacer es rezar, invocar al Espíritu Santo. Después nos
sentamos y escogemos un pasaje. Cualquiera, porque cualquier texto es la punta
de un iceberg, debajo de la cual hay un tesoro. Es como una fuente que brota.
Se lee el primer pasaje —se puede escribir, como hacían los Padres de la
Iglesia— y si hay algo que impresiona, se anota. Después, al margen o en las
notas, hay otros pasajes a los que acudir y leer. Así, se va construyendo un
árbol con varias ramas. Si hay una rama que ya no me dice nada, voy a otra… Se
necesita paciencia, porque no se hace en cinco minutos y, a veces, como
hablábamos antes, hay silencios de Dios. Pero también hay momentos en los que
sentimos que la Palabra es para nosotros. Entonces hay que pararse, rezar al
Señor y dialogar con él. Esto es un método. Lo más importante no es que salga
esta u otra Palabra, me guste más o menos, sino sumergirse en la Escritura y
dialogar con Cristo.
Voltaggio
confiesa en la entrevista que guarda todavía los cuadernos con esos árboles de
frutos exquisitos que fue construyendo con la scrutatio de su juventud.
Alguna profesora de Religión quedó impresionada al verlos. Ahora, cuando vuelve
a ellos, descubre que su vocación siempre estuvo ahí.
Antes de apagar
la grabadora, le pedimos una cita bíblica para cerrar. Piensa un poco y
responde con un versículo del Salmo 62. «Dios ha dicho una cosa y he escuchado
dos». Y lo explica: «El poder pertenece a Dios. Me da pena que se vea el
cristianismo como algo aburrido o poco creativo, porque cuando uno hace una
inmersión en la Palabra, descubre que hay un tesoro infinito. Dios es tan
creativo…». 
Por Fran
Otero
Fuente:
Ecclesia