El temor a ser juzgados o regañados se convierten en impedimentos para que el perdón de Dios se desborde en nosotros
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Raquele Jacob |
La naturaleza
humana es compleja: sus pensamientos y sistema de creencias cambian de persona
a persona y nadie es igual a otro. Pero Dios a todos nos ama igual y desea que
nos salvemos. Y también que creamos que, por más grande que sea nuestro pecado,
su misericordia todo lo alcanza.
Las heridas
del alma que impiden ver
Cometer pecados
nos viene de herencia: desde que Adán y Eva perdieron la gracia y el paraíso,
nos dejaron en situación de pecado original:
"Y dijo al
hombre: 'Porque hiciste caso a tu mujer y comiste del árbol que yo te prohibí,
maldito sea el suelo por tu culpa. Con fatiga sacarás de él tu alimento todos
los días de tu vida.... Entonces expulsó al hombre del jardín de Edén, para que
trabajara la tierra de la que había sido sacado'" (Gn 3,
17; 23).
Sabemos que el
Bautismo es el remedio definitivo para ese mal. Sin embargo, nuestra
inclinación al mal se mantuvo.
Pero Jesús nos
regaló el sacramento de la Reconciliación para volver a los brazos del Padre
amoroso. Lo único que nos impide ver cuánto nos ama son las heridas que
llevamos en el alma, muchas veces disfrazadas de autosuficiencia o soberbia.
Porque creemos
que no necesitamos de Dios y que todo lo que nos aqueja lo podemos resolver
solos.
Así es que,
cuando reconocemos que el pecado nos duele y nos ha separado del Señor, es el
momento de volvernos a Él como el hijo pródigo:
"Ahora
mismo iré a la casa de mi padre y le diré: 'Padre, pequé contra el Cielo y
contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo'" (Lc 15,
18-19).
Acercarse
sin temor
Ciertamente, el
temor se presenta de muchas maneras y una de ellas es la vergüenza: "¿qué
va a pensar el padre de mí?", el temor a ser juzgados o regañados se
convierten en impedimentos para que el perdón de Dios se desborde en nosotros.
Es cuando
requerimos hacer un acto de fe en la misericordia divina, que quiere que todos
nos salvemos y que sigue enviando voces - a veces la Santísima Virgen o el
mismo Señor Jesús que se aparecen a algún místico en revelaciones privadas - para que nos recuerden que su
amor no se acabará nunca.
Pero también
que requiere de nuestra conversión, porque quien no se salve será por su propia
culpa. Porque su confianza en Dios falló o porque no se esforzaron o porque se
sintieron demasiado indignos.
No obstante, la
mayor prueba de su perdón amoroso es su Palabra:
"Dios amó
tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no
muera, sino que tenga Vida eterna" (Jn 3,
16).
No dejemos que
esas trampas nos atrapen. El Señor siempre está esperando para perdonarnos con
su infinita misericordia, acerquémonos como los niños a su Padre celestial y
rindámonos a su amor.
Mónica Muñoz
Fuente: Aleteia